El sectarismo es una de las características de la sociedad y de la política de nuestro tiempo, y consiste en negar al otro el derecho a pensar de forma diferente. Es cierto que no vivimos en una dictadura que impida la libertad de expresión, pero con demasiada frecuencia se niega a los demás la posibilidad de discrepar y expresar sus pensamientos sin ser ridiculizados o estigmatizados por ello. Hay múltiples ejemplos de esta lacra en las redes sociales, donde se insulta y denigra con enorme violencia a quien se sale de la línea ideológica de este o aquel partido o colectivo, sin importar que el discrepante se haya expresado con respeto y moderación. El fenómeno no tiene tanto que ver con las leyes como con la educación democrática que empieza a ser deficitaria en todo Occidente. Líderes como Trump o Le Pen son causa y a la vez consecuencia de ese sectarismo.
Supongo que en esta cuestión ha sido decisivo el “rapto” de los medios de comunicación por parte de los grandes poderes económicos y el proceso de concentración que ha dado lugar a los gigantescos emporios multimedia que hoy dominan el panorama periodístico a nivel mundial.

Lejos quedan los días en los que el espectador forjaba una relación sagrada con el presentador, que consistía en sentarse frente al televisor con la convicción de que quien estaba al otro lado le contaba la verdad y no aquello que quería oír. El periodista sólo es un puente entre la verdad y la sociedad, y esa vocación se está perdiendo. Uno de los grandes ejemplos de esta raza de periodistas fue Walter Cronkite, presentador del noticiero nocturno de la CBS durante 20 años. Cronkite interrumpió un programa en directo para dar la noticia del atentado contra Kennedy, de cuya muerte informó horas más tarde. Cronkite también narró la llegada del hombre a la luna.

Pero sus dos intervenciones más decisivas y legendarias fueron las dedicadas al Watergate y a la Guerra de Vietnam. Respecto al Watergate, los periodistas Woodward y Bernstein demostraron como la fuerza de la verdad puede poner contra las cuerdas al poder político, y a ellos corresponde el mérito de destapar el escándalo, pero fue Cronkite, con su enorme credibilidad, el que otorgó al asunto un carácter nacional en el otoño de 1972 al informar del mismo en su programa cuatro meses después de que el Washington Post publicara las primeras informaciones-que pasaron prácticamente inadvertidas-sobre el espionaje al Partido Demócrata. Más impactante aún fue su histórica intervención, el 27 de febrero de 1968, después de su viaje a los campos de batalla de Vietnam para saber que estaba ocurriendo con las tropas de EE. UU. Cronkite dijo ante millones de espectadores: “El presidente nos ha engañado” y declaró que la victoria era imposible. Sus palabras acabaron con el apoyo de la sociedad norteamericana al conflicto. Tras su programa, el presidente Lyndon Johnson decidió no presentarse a la reelección reconociendo que era capaz de luchar contra todo menos contra el prestigio de Walter Cronkite. Los informativos de Cronkite acerca de los derechos civiles también fueron decisivos a la hora de formar una corriente de opinión favorable a los mismos en Estados Unidos.

No es que hoy no haya periodistas de la talla de Cronkite, sino, más bien, que el espectador no está interesado en informarse de forma veraz. Los grandes grupos también contribuyen al deterioro del periodismo porque se ocupan más de entretener que de proporcionar una información auténtica y fidedigna, por eso no desmenuzan ni explican las noticias. Es necesario ir a los orígenes de los problemas que nos acucian y eso no es una prioridad para los medios porque supone desvelar los infames intereses que mueven nuestro mundo, que son los mismos que defienden los grupos financieros que están detrás de esos medios, de manera que la información veraz hace tiempo que es un lujo en Occidente.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.