Más allá de consideraciones históricas, es evidente que, en el actual contexto mundial, Alemania jamás iniciaría un nuevo conflicto militar a escala regional. Las razones no son únicamente de carácter práctico, sino ético: Alemania ha aprendido las lecciones morales de la historia. No obstante, hasta la llegada de Gerhard Schröder y de Ángela Merkel, todos los políticos alemanes posteriores a la Segunda Guerra Mundial constituyeron un dique de contención frente a las ideas de las élites económicas germanas que, aunque eran conscientes de que el belicismo era un suicidio para la nación, continuaban deseosas, en su irrefrenable afán imperialista, de dominar el continente europeo. El nacionalismo teutón se expresa ahora a través de la economía. En cualquier caso, debemos decir que las principales figuras que protagonizaron la vida política alemana después de 1945 eran europeístas. Todos ellos vivieron el trauma de la derrota total de Alemania, convertido en un país arrasado hasta los cimientos, y su posterior reconstrucción con la ayuda de Estados Unidos. Tanto Konrad Adenauer, como Ludwig Erhard, Willy Brandt, Helmut Schmidt y Helmut Kohl mantenían una visión similar acerca de Europa. Estos líderes defendían una idea de unificación política y económica del continente que, en la práctica, debería respetar las realidades culturales y sociales que habían surgido a lo largo de los siglos, y que habría de tener como resultado un mayor bienestar para los pueblos europeos. En el orden jurídico, podían discrepar en cuanto a los pasos a dar por parte de todas las naciones que conformasen el proyecto europeo de cara a una mayor integración política, pero estaban de acuerdo en los aspectos fundamentales.
Podría pensarse, no sin razón, que este europeísmo germano estaba motivado por un cierto pragmatismo propio del contexto de la Guerra Fría y de la debilitada posición de una Alemania derrotada y desarmada, pero también hemos de reconocer que, una vez reconstruido el país y recuperado su potencial industrial, los nuevos líderes alemanes no se alinearon con ninguna posición revanchista ni trataron de obtener ventajas, de acuerdo a su nuevo estatus, en la arquitectura político-económica de la naciente Europa. Respecto a España, Willy Brandt creía que la entrada de nuestro país en la Comunidad Económica Europea “Disminuiría las tensiones nacionalistas y terminaría con los residuos franquistas”. Es más que evidente que un conjunto de países que trabajen en pro de una integración política y de un proyecto común, tendrán una visión del mundo más generosa, abierta y amplia, en contraposición al aldeanismo nacionalista, egocéntrico y miope.
No sería justo colocar a Helmut Kohl en el mismo lugar de la historia que a Gerhard Schröder y Ángela Merkel, dos neoliberales de escasa visión política incapaces de ejercer la presidencia de Alemania con la altura de miras necesaria para que el país lidere la unificación política del continente, pero Kohl tampoco fue capaz de enfrentarse a la banca alemana para que la política supusiera un freno frente a las ambiciones expansionistas de las élites germanas. En realidad, los proyectos de Schröeder y Merkel, que a todas luces son el mismo, constituyen procesos neoliberales destinados a restituir el poder de clase de las élites alemanas. El Gobierno “socialista” de Gerhard Schröeder aprobó en 2003 la llamada Agenda 2010. Este conjunto de medidas -entre otras cosas- abrió la puerta a la privatización de las pensiones, impuso a los ciudadanos el pago de determinados servicios sanitarios, redujo los subsidios y las ayudas sociales, y aumentó la edad de jubilación. En materia laboral, se flexibilizó un segundo mercado de trabajo institucionalizando el empleo precario y mal pagado que competía con el mercado tradicional. Esta medida tan solo contribuyó al crecimiento en un exiguo 0,2%, pero se publicitó en los medios de comunicación como un éxito y como un gran generador de empleo. A día de hoy, en Alemania más de 8 millones de personas trabajan en el sector precario y más del 25% reciben salarios bajos. Este sector, dentro de la Unión Europea, solo es mayor en Lituania. Este fenómeno se da, sobre todo, en el sector de los servicios. En la exportación, prevalece el modelo tradicional alemán de convenios, fortaleza sindical, altos salarios, etcétera. La Agenda 2010 estancó los sueldos reales y disminuyó en 11 puntos el impuesto para los más ricos. Un informe del propio Ministerio de Trabajo alemán reconoce que al 50% más pobre de la sociedad alemana le corresponde el 1% de la riqueza, mientras que el 10% más rico controla el 53% de la economía. Las consecuencias de este desatino son que Alemania presenta hoy rasgos de desigualdad similares a los de Estados Unidos. En barrios en los que viven alemanes pobres e inmigrantes en una proporción aproximada de un 50%, tan solo el 31% de ellos expresa su intención de votar en unas elecciones, lo cual muestra una serie de particularidades altamente preocupantes en estos sectores de población: desinterés por la política, falta de compromiso social, ausencia de integración y la inquietante tendencia de algunos individuos a afiliarse a partidos de extrema derecha. La Agenda 2010 se aprobó tras una intensa campaña de falsedades apoyada por algunos medios de comunicación-secuencia que se repite en todos los países que entran en la senda del neoliberalismo-tales como repetir una y otra vez que los gastos de sanidad habían crecido en un 70%, cuando la realidad mostraba que el gasto se mantenía en un invariable 10% anual.
El proyecto económico de la Unión Europea no es similar a los proyectos de integración económica llevados a cabo por otros países mediante Tratados de Libre Comercio (TBI). La razón es que los europeos de finales del siglo XX y comienzos del XXI demandaban una mayor integración política del continente. Desde este punto de vista, la entrada del euro suponía el inicio de una verdadera unificación política, pero lo que ha supuesto, una vez iniciada la crisis financiera de 2007-2008, es un “sálvese quien pueda” dentro de la Unión para que cada país salga del desastre como buenamente pueda, además de un miedo generalizado en la población, factor que ha contribuido a la activación de políticas insolidarias de unos países frente a otros. Los europeos se miran hoy con desconfianza. En definitiva, lo que tenemos en la actualidad es lo contrario del proyecto solidario en el que la gente creía hace 30 años. Si bien el proyecto de integración económica que se iniciaba con la puesta en marcha de la moneda única estaba incompleto porque no se habían creado organismos que perfeccionasen y supervisasen por entero la buena marcha de la eurozona, no es menos cierto que existían esperanzas de que, a medida que los problemas fueran presentándose, los líderes de la Unión Europea los irían solventando porque había un convencimiento de que el euro era un proyecto a largo plazo.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.