Se cree que la viruela tuvo su origen en la India o en Egipto hace más de 3.000 años. De hecho, las pruebas más remotas de la enfermedad son las halladas en la tumba del Faraón Ramsés V, fallecido en el año 1143 a.C, cuyos restos momificados presentaban marcas de la dolencia. A través de las rutas del comercio, la viruela se extendió por Asia, África y Europa hace unos 2.500 años. Primero hacia Etiopía, Libia, Persia y Grecia, por un lado, y luego hacia el sudoeste de China, donde permaneció siglos. En el siglo VI llega a Japón a través de Corea. En Europa, la viruela se asentó con fuerza cuando la densidad de población empezó a ser numerosa, como ya había sucedido en el área del río Ganges, en la India, y también a causa del comienzo de los grandes movimientos de sus pobladores por el comercio, las peregrinaciones y las Cruzadas. En sus momentos de mayor virulencia, morían uno de cada tres infectados en suelo europeo.

La enfermedad llega a América en el siglo XVI, resultando ser especialmente devastadora entre los indios, que no habían desarrollado ningún tipo de inmunidad, ya que se estima que el 90% de las muertes de indígenas durante la colonización se produjo a causa de las enfermedades y no por la conquista. Tras la llegada de los españoles a lo que hoy es Méjico, en 1519, más de tres millones de aztecas murieron a causa de la viruela, lo que contribuyó a su derrota militar, y lo mismo sucedió con gran parte de la población Inca del oeste de Sudamérica. Solo en el siglo XVIII, 60 millones de personas murieron en Europa a causa de la enfermedad, que en el siglo XX acabó con la vida de alrededor de 300 millones de personas en todo el mundo, siendo tras la tuberculosis la enfermedad más letal de la historia. También en el siglo XVI, la viruela creció de manera constante para ser causa de mortalidad importante en el sudoeste de Asia, China e India.

Alrededor del año 243 a.C., una desastrosa epidemia se propagó por toda China y un dermatólogo imperial la describió posteriormente señalando síntomas similares a los de la viruela, gobernando ya la dinastía Han. Las referencias más fiables aparecen, no obstante, en los siglos IV y V. El médico Ko Hung (281-341), en tiempos de la dinastía Ching, durante el reinado de Chien Wu, fue un alquimista y doctor mencionado como el primer médico chino en describir enfermedades como la viruela o la tuberculosis.

Las primeras referencias a la variolización (la inoculación de pústulas de viruela de una persona infectada en la piel de otra sana para prevenirla de la enfermedad) corresponden a escritos chinos del siglo XI, aunque para ver esta técnica en Europa hubo que esperar a 1716, cuando la viajera inglesa Lady Mary Wortley Montague, esposa del embajador inglés en Constantinopla, aplicó este procedimiento a su propio hijo tras aprenderlo de Emmanuel Timoni, el médico suizo de la embajada, que a su vez tuvo conocimiento del método a través de los doctores musulmanes de Turquía. Lady Mary utilizó de nuevo la variolización, pero esta vez con su hija y ya en tierras inglesas, en 1721. Parece cierto que dos siglos antes, a lo largo del siglo XVI, la variolización fue practicada en China por el médico chino Nie Jiuwu, de la provincia de Jiangxi y, ya de forma más generalizada, se encuentra documentada en diversas fuentes chinas durante el siglo XVII. La primera descripción detallada se atribuye a Zhang Lu en el libro Zhangshi yitong, del siglo XVII, en el que se menciona que la técnica “Fue transmitida por un taoísta inmortal y fue utilizada por primera vez en Jiangxi, en el bajo Yangtsé, antes de extenderse por todo el país”.

También en tiempos de Lady Mary Wortley, un reverendo de Boston llamado Cotton Mather aplicó el mismo método a uno de sus esclavos, y lo hizo porque supo que le habían realizado esta práctica durante su infancia en África. De esta manera, Mather dio comienzo a una campaña de inmunización contra un brote especialmente mortal de viruela en Massachusetts, en la que tan solo recibió el apoyo de un médico, el doctor Zabdiel Boyslton (1680- 1768). Hay que señalar que, en ambos casos, tanto en el de Lady Mary como en el de Mather, Occidente se benefició de los conocimientos médicos procedentes de otras civilizaciones. De las 280 personas que recibieron los cuidados del reverendo Mather, solo 6 fallecieron (un porcentaje del 2,4%), lo cual supuso un avance extraordinario respecto al tercio de muertes que en promedio provocaba la enfermedad. Cotton Mather tuvo una enorme influencia en Nueva Inglaterra, la región del noreste estadounidense que agrupa a seis pujantes estados, y había participado en los juicios contra las brujas de Salem (hecho que trató de ocultar en su biografía), de modo que se trataba de un hombre muy respetado, cosa que no impidió que su casa sufriera un ataque por parte de algunos de los que estaban en contra de estas prácticas, lo cual supuso de alguna manera un antecedente de los actuales movimientos antivacunas. Entre las personas a las que no fue aplicada la variolización, el porcentaje de muertes ascendió al 14%. La creación de hospitales para aislar a los enfermos se mostró también como una medida decisiva para controlar la enfermedad en Boston.

Voltaire fue el más ardiente defensor de la variolización en Francia (en la epidemia de 1723 en París habían muerto 20.000 personas). Pero, pese a su influencia, esta práctica no se hizo común hasta 1774. En el reino de Suecia fue introducida por el propio monarca en 1754 (la viruela mataba por entonces en el país al 10% de los niños). En Hannover se llevó a cabo la primera inoculación en 1722, pero la práctica no fue aceptada en el resto de estados alemanes hasta finales del siglo XVIII. La aprobación de esta técnica en España se produjo en 1798, aunque hay documentos que prueban que se empezó a usar en 1730.

Existían diferentes técnicas de variolización, aunque la idea era la misma: proporcionar a una persona sana una dosis del virus con la esperanza de que enfermase de manera leve y desarrollase inmunidad. En algunos lugares, a las personas sanas les ponían ropa de enfermos impregnada con pus. En otros, soplaban por la nariz de personas que no tenían la enfermedad pedacitos minúsculos de las costras de las pústulas de los enfermos. En Turquía, se hacía una incisión en la piel y en ella se depositaba de forma directa la materia supurada de las llagas de los enfermos. Este último fue el método aprendido por Lady Mary Wortley Montague en Constantinopla, que se extendió por Europa cuando ella lo llevó a Inglaterra, en 1721. El problema de la variolización, pese a que salvó muchas vidas, era que existía la posibilidad de que la persona enfermara de forma grave si el pus inoculado era de una persona joven, lo que propagaría aún más la enfermedad. Además, al ser un procedimiento de humano a humano se podían transmitir enfermedades como la sífilis.

Cuando en 1796 el médico inglés Edward Jenner crea la vacuna contra la viruela usando fluido de viruela de vaca en un niño y posteriormente viruela humana, la propia Asociación Médica de Londres se opuso al tratamiento con el inaudito argumento de que con este método los pacientes podrían convertirse poco a poco en ganado vacuno. Pero Jenner, confiado en lo acertado de su procedimiento, llegó a inocular la vacuna a su propio hijo logrando los mismos buenos resultados. Los primeros dibujos presentes en los panfletos antivacunas mostraban a una vaca deglutiendo niños o a un recién vacunado convertido en un deshecho humano mitad hombre mitad vaca. La resistencia inicial a las vacunas tenía una base religiosa porque las personas de la época pensaban que vacunar era una manera de oponerse a la voluntad divina-el viejo antropomorfismo que defiende que Dios envía terribles castigos a sus hijos-, pero lo cierto es que la oposición también nacía del hecho de que las primeras vacunas eran bastante inseguras. Junto al agua potable y a la red de alcantarillado, las vacunas son el principal instrumento creado por el hombre para erradicar las enfermedades y aumentar la esperanza de vida.

Más allá de la ignorancia, la fobia a la vacunación en la actualidad tiene también motivos conspirativos que encuentran su origen en una publicación, en 1995, reforzada por otra, en 1998, en la prestigiosa revista The Lancet -una de las referencias mundiales en publicaciones médicas- de una investigación del médico inglés Andrew Wakefield, que vinculaba la triple viral (sarampión, paperas y rubeola) con el autismo y con daños intestinales severos en niños.

En su artículo de 1995, del que era coautor, Wakefield sostenía que la colitis ulcerosa y la enfermedad de Crohn tenían tres veces más incidencia en personas vacunadas con la triple vírica. Para hacer esta afirmación, el doctor había comparado los historiales de miles de pacientes registrados en las bases de datos del NHS, el sistema de salud británico. Pero el estudio de 1998 resultó ser más impactante y fue rápidamente difundido, causando una ola de pánico que produjo un descenso en los niveles de vacunación en Europa.

Una investigación posterior demostró que los datos habían sido manipulados: uno de los doce niños testeados no tenía sarampión, como afirmaba Wakefield. Algunos de los niños ya tenían síntomas cognitivos y conductuales antes de padecer las alteraciones intestinales. Y también se supo que el médico había solicitado una patente, en 1997, de una vacuna alternativa a la que cuestionaba en su artículo. Se trataba de una vacuna de un solo antígeno, que suponía en sí un conflicto de intereses que el médico ingles ocultó. Wakefield tampoco declaró que recibía dinero de los abogados representantes de los padres de los niños autistas que habían demandado a las compañías fabricantes de vacunas. El Colegio de Medicina del Reino Unido lo declaró “no apto” para el ejercicio de la profesión y lo acusó de llevar a cabo pruebas invasivas e innecesarias en los niños para respaldar su investigación. The Lancet se retractó de la publicación en 2010, pero el despropósito creado ya era enorme y perdura hasta hoy porque los antivacunas se sintieron respaldados por la ciencia en sus descabelladas teorías. Brian Deer, periodista del Sunday Times, desveló el fraude del doctor Wakefield en 2004 y de su reportaje salió un documental muy didáctico que no impidió el desplome de las tasas de vacunación en el primer mundo. Naturalmente, en la era de la posverdad, Wakefield es todo un profeta y hasta un semidiós que para muchas personas lucha en solitario contra el poder de los laboratorios. Según la OMS, desde que la triple vírica se introdujo en el calendario vacunal más de 500 millones de niños han sido vacunados y se han evitado más de un millón de muertes.

A medida que la ciencia avanza, se producen descubrimientos que plantean dudas legítimas como las que surgieron, también en 1998, en Francia cuando el gobierno anunció, el 1 de octubre, la suspensión provisional de los planes de vacunación escolar contra la hepatitis B porque dos estudios los relacionaban con un aumento de casos de esclerosis múltiple en menores de edad. Las objeciones partían de profesionales prestigiosos e investigaciones posteriores confirmaron que las sospechas eran infundadas, de modo que las campañas de vacunación continuaron. El 5 de junio de 1998, un tribunal de justicia francés había condenado a un laboratorio fabricante de la vacuna a indemnizar a dos personas afectas de esclerosis múltiple cuyos síntomas aparecieron en los dos meses posteriores a la vacunación. En 2002, el Institute of Medicine de Estados Unidos, organización no gubernamental sin ánimo de lucro, descartó que la vacuna de la hepatitis B fuera el desencadenante de los episodios de esclerosis múltiple, y lo mismo hizo el Comité Consultivo Mundial sobre Seguridad de las Vacunas de la Organización Mundial de la Salud al concluir que “No existía asociación entre la administración de la vacuna contra la hepatitis B y la esclerosis múltiple. Desde 1982, se ha administrado la vacuna contra la hepatitis B a más de 500 millones de personas en todo el mundo. Esta vacuna es la primera y la única vacuna que previene el cáncer hepático mediante la prevención de la infección con el virus de la hepatitis B”.

El 8 de marzo de 2002 el «Conseil Superieur d´Hygiene Publique» de Francia recomendó promover la vacunación de los adolescentes que no se hubieran beneficiado de las campañas de vacunación escolares desde octubre de 1998.

El Viral Hepatitis Prevention Board, organismo colaborador de la OMS, en una consulta llevada a cabo en Ginebra en septiembre de 1998, y en la que participaron representantes de salud pública, epidemiólogos, neurólogos, farmacólogos e inmunólogos, formuló tres hipótesis que explicarían los casos de esclerosis múltiple tras la vacunación:

-1. Efecto de coincidencia: que se explica porque un gran número de vacunas contra la hepatitis B se administra en los grupos de edad en los que es más frecuente la aparición de los primeros síntomas de esclerosis múltiple.

-2. Efecto precipitante: la vacuna podría actuar como factor precipitante de los síntomas en personas predispuestas a padecer esta enfermedad desmielinizante.

-3. Efecto causal: existencia de una verdadera relación de causalidad entre la vacunación y las enfermedades desmielinizantes del sistema nervioso central. Los argumentos clínicos, epidemiológicos y experimentales en contra de una relación de causalidad entre la vacuna de la hepatitis B y las enfermedades desmielinizantes son los siguientes:

– No se ha descrito ninguna relación entre la infección natural por el virus de la hepatitis B y la esclerosis múltiple ni otras enfermedades desmielinizantes. La intensidad de la estimulación antigénica del sistema inmunitario por la infección natural por el virus de la hepatitis B es muy superior a la provocada por la vacunación, lo que es poco compatible con la hipótesis de un mecanismo patogénico inmunitario postvacunal antígeno HBs-dependiente.

– No se ha descrito el agravamiento ni la inducción de exacerbaciones de la esclerosis múltiple en el curso de una infección por el virus de la hepatitis B, hecho posible teniendo en cuenta la prevalencia relativamente elevada de ambas enfermedades.

– La distribución geográfica de las prevalencias de ambas enfermedades en el hemisferio norte siguen un gradiente inverso: la prevalencia de esclerosis múltiple aumenta desde el sur hacia el norte, y disminuye la de la hepatitis B.

– No se ha observado una tendencia al aumento en la incidencia de enfermedades desmielinizantes desde la puesta en marcha de los programas de vacunación universal frente a la hepatitis B.

En realidad, buena parte de estas reticencias tienen mucho que ver con la historia de Francia, una nación en la que los ciudadanos desconfían y a la vez son muy exigentes con el Estado. Paradójicamente, el efecto protector de las vacunas en las últimas décadas crea una sensación de ausencia de riesgo real. Por eso, porque estos problemas médicos no existen ya en Europa, crecen más los movimientos antivacunas en nuestro continente.

En el caso de España: la campaña de la vacuna contra el sarampión está vigente desde los años 80 y consiguió una cobertura superior al 95 por ciento, que es el nivel necesario para evitar rebrotes. Pero en los últimos años el porcentaje de consentimiento a la segunda dosis cayó al 92,3%, y esto ha sido suficiente para que reaparezca una enfermedad que prácticamente había sido erradicada. Lo mismo ha sucedido en países desarrollados como Reino Unido y Grecia. Por esta razón, Alemania baraja la posibilidad de establecer la obligatoriedad de vacunarse contra el sarampión a trabajadores y niños de las escuelas primarias, incluso en el caso de que exista oposición por parte de los padres.

Este fenómeno se produce en otros países europeos y en algunas regiones de Estados Unidos, en particular en las grandes capitales de la Costa Oeste, en las que se rinde culto a la vida sana y al naturismo.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.