Los propietarios de periódicos y revistas que operan en Internet amplificando los discursos de odio y miedo de la ultraderecha quieren trasladar a la sociedad su resentimiento hacia la izquierda, los inmigrantes y los sectores más progresistas de la sociedad, y lo hacen porque el modelo que propugnan es otro: un sistema cercano a la autocracia, que no tolera rivales políticos y en el que la pluralidad de las sociedades modernas no se vea representada. Irónicamente, su aspiración es que nuestras sociedades se conviertan en sistemas como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela, a los que condenan y dicen combatir al considerarlos de izquierdas. De manera paulatina, en la última década se ha normalizado un discurso racista, que es el paso anterior a la deshumanización y por tanto a la exclusión y la violencia contra los inmigrantes. Es posible que este escenario nos parezca remoto, pero debemos recordar que la violencia ejercida sobre las minorías en la Alemania nazi se impuso de manera gradual, a la vez que se intensificaba el discurso contra ellas, porque solo de esa forma no encontraría oposición en la sociedad. Tanto una parte de la derecha como la ultraderecha usan un lenguaje denigrante y miserable que, en nombre de la libertad de expresión, es pródigo en términos que no se escuchaban desde el triunfo del fascismo cien años atrás. Y con orgullo aldeano y bárbaro se lanzan mensajes contra los extranjeros, las mujeres, los miembros de la comunidad LGTB, los impuestos y la justicia social. Existen muchos discursos que tienen como fin dividirnos, categorizarnos como seres humanos y crear muros, y todos apelan a nobles principios. En realidad, conceptos como la libertad, el amor a la patria, el orden, la justicia, la igualdad o la protección de la propia democracia han sido utilizados como pretexto para justificar la imposición de un nuevo totalitarismo y ocultar los impulsos reaccionarios de las formaciones ultraderechistas del siglo XXI. E incluso líderes como Javier Milei e Isabel Díaz Ayuso apelan a la defensa de la libertad para enmascarar su deseo de imponer un proyecto de desregulación económica en el que las empresas y multinacionales no encuentren límites legales a sus actividades. No nos engañemos: el neoliberalismo más descarnado y salvaje es el único proyecto de ambos, aunque lo envuelvan en otras banderas. De la misma manera, desde el peor periodismo se ensalza la libertad de expresión con el único fin de difamar y manipular las noticias de forma vergonzosa, comportamiento que muchos usuarios anónimos trasladan a las redes sociales.
Millones de alemanes aceptaron en los años treinta una identificación de Hitler con Alemania y fueron conscientes, incluso no compartiendo la ideología nazi, del delirante entusiasmo que el Führer despertaba en las masas, de manera que oponerse al nazismo significaba atacar a la propia Alemania y arriesgarse a ser excluido de la patria, un sentimiento desgarrador de aislamiento difícilmente soportable para el hombre común. Muchos de quienes no se opusieron al nazismo eludieron el enfrentamiento para evitar ser excluidos socialmente, pero también porque lo consideraban un enemigo descomunal e invencible contra el que era inútil luchar. Por tanto, su pasividad y miedo no significaba una adhesión activa. También existe un cierto paralelismo entre aquella sociedad alemana y el actual Partido Republicano en Estados Unidos si observamos la poquísima resistencia, salvo muy contadas excepciones, que la irrupción de Trump ha tenido en esta formación, otrora pilar del progresismo y del sistema democrático estadounidense. Incluso James David Vance, senador por Ohio, nombrado candidato a vicepresidente, que en 2016 se opuso frontalmente a Trump calificándole de “Hitler estadounidense”, ha preferido alinearse con él en lugar de optar por un enfrentamiento con el fin de defender la democracia más antigua del mundo de una nueva embestida totalitaria. Lo que vemos ahora en Estados Unidos es el viejo culto a los símbolos de fuerza presentes en la tradición estadounidense, representado en el amor a las armas, la idealización de las intervenciones militares en el exterior, la admiración por el líder fuerte y agresivo y la influencia que figuras como el exluchador Hulk Hogan tienen en el electorado. Lo que Trump personifica no es el primer episodio grotesco de la historia del país, lo verdaderamente trágico es que el Partido Republicano y un porcentaje enorme de la población estadounidense estén dispuestos a validar con su voto al único presidente que intentó un golpe de Estado y representa una amenaza real para el sistema democrático. Por cierto, James David Vance creció en un entorno marginal y salió adelante mediante el esfuerzo y sorteando toda clase de obstáculos. Todo eso lo relató en un libro, “Una elegía rural”. Pero lo que él explica en tono de epopeya resulta ser la excepción en un país en el que muchas circunstancias confluyen para crear un marco de terrible precariedad del que millones de ciudadanos, pese a esforzarse tanto como él, no consiguen salir. En su libro, Vance no cuestiona ni condena las circunstancias generales que originan la desigualdad, luego poco podemos esperar de él si Trump gana las elecciones porque entre sus preocupaciones no parecen estar las diferentes condiciones de partida que tanto determinan la vida de las personas.
Una significativa parte de la derecha y desde luego todas las ultraderechas del planeta han decidido que la democracia es un accesorio prescindible. Para ellos, la única presencia del Estado debe limitarse a la existencia de fuerzas policiales y ejércitos y tribunales civiles que diriman las diferencias entre los ciudadanos. El resto sobra porque quieren construir sociedades teocráticas a su imagen y semejanza, gobernadas por partidos únicos que no dependan de contrapesos (parlamentos y tribunales) y en las que no haya mecanismos de corrección de la desigualdad y de protección de los más débiles. Focalizándonos en Estados Unidos y Brasil, podemos constatar de forma nítida que el trumpismo y el bolsonarismo han llegado para quedarse. Trump o Bolsonaro simplemente han sido las cabezas visibles de movimientos autoritarios y ultraconservadores que llevaban décadas gestándose, que están profundamente arraigados en ambos países y que bien podrían haber tenido otros líderes que los representasen. El 19 de marzo de 1964, nada menos, tuvo lugar una manifestación de 500.000 personas en la ciudad de São Paulo para implorar la intervención del ejército contra el Gobierno del socialista Joao Goulart, que se produjo apenas doce días después. Los que asaltaron el Congreso brasileño en enero de 2023 son los hijos y nietos de aquellos extremistas para los cuales la democracia no significaba nada y se han ocupado durante 60 años en incubar el huevo de la serpiente. Todos estos movimientos extremistas brasileños sienten que ha llegado su hora y han comprendido que su fuerza está en la unidad, de manera que bien pueden reagruparse de nuevo para vencer en las elecciones de 2026. De la misma manera, pese a los múltiples escándalos judiciales de Trump y la buena gestión de la Administración Biden, el trumpismo ha llegado intacto y con posibilidades de victoria a 2024.
Ni Trump ni Bolsonaro han sido peligrosos para el sistema, aunque hayan contribuido a crear una sociedad más polarizada y llena de odio, porque además de ser dos líderes intelectualmente irrelevantes han estado más preocupados por sus propios intereses que por modificar la arquitectura jurídica del Estado. Pero puede que la próxima embestida reaccionaria sea letal para la democracia tal como la conocemos porque las mayorías necesarias para acometer reformas institucionales con el fin de modificar los sistemas democráticos hasta sus cimientos se están creando en muchos lugares, no digamos en Estados Unidos y Brasil. La lección que estamos aprendiendo a marchas forzadas es que el trumpismo es anterior a Trump, está muy vivo y por supuesto le sobrevivirá porque es la expresión de una sociedad enferma de insolidaridad, agresividad, racismo, autoritarismo e ignorancia. Un eventual triunfo de Trump en 2024 puede entrañar el principio del fin de la democracia estadounidense, pero también un retroceso de derechos civiles en todos los países, no solo en aquellos que, como Polonia y Hungría, llevan años estancados en una fiebre conservadora.
El fenómeno de la polarización tanto en Estados Unidos como en Brasil no se explica sin la participación de grupos religiosos extremistas que han exacerbado los ánimos de sus fieles en lugar de templarlos. En ambos países, el ala más dura y radical del cristianismo evangélico niega el laicismo, sitúa a Dios por encima del sistema democrático y defiende un discurso de odio que justifica y a la vez promociona la violencia contra la izquierda, las mujeres y las minorías, y creo que todo esto está solo en estado embrionario. El crecimiento de la ultraderecha, sin embargo, no está obligatoriamente ligado al descontento social o al extremismo religioso. De hecho, en países como Suecia, Bélgica, Francia, Austria o Finlandia, en los que el Estado del Bienestar y el laicismo están ampliamente consolidados y los niveles de igualdad y riqueza son altos la ultraderecha ha crecido porque existe un sector de la sociedad que ha decidido que hay que combatir con un discurso enérgico y desde la política el aumento de la inmigración y la creación de las leyes que protegen a las mujeres y a la minoría LGTB. Se trata de una parte de la población europea que ha creado un relato idílico del pasado nacional, y a esa tierra prometida, que nunca ha existido en los términos que habitualmente mencionan (los países comienzan a recibir inmigración cuando aumenta su nivel de vida y bienestar), desean regresar. Los medios de comunicación son fundamentales para entender la percepción del problema migratorio por parte de la sociedad. Cuando un medio informa de la llegada de inmigrantes nunca lo hace incluyendo los testimonios de las personas que se ven obligadas a abandonar sus países. Rara vez se dice quiénes son, de qué están huyendo, cuál ha sido el trayecto y las circunstancias que han pasado hasta llegar al lugar de destino, cuánto han tardado en llegar desde su país de origen y qué obstáculos han de superar hasta integrarse en la sociedad. Todo ello contribuye a su deshumanización.
Vivimos hoy condicionados por los miedos, y eso ha contaminado la política occidental. Formaciones pertenecientes a la derecha moderada y la democracia cristiana, que en un pasado reciente han tenido responsabilidades de gobierno recomiendan propuestas que en materia de inmigración no están tan distantes de las que promueve la ultraderecha. Y esa miopía se ha trasladado incluso a algunos partidos socialdemócratas, que se muestran timoratos y pusilánimes ante el arrogante y sentencioso discurso de los racistas, cuando lo deseable sería que la izquierda se moviera sin complejos en el escenario político, combatiendo enérgicamente los disparates de los extremistas con más democracia, pedagogía, tolerancia, libertad y Estado del Bienestar. El desafío actual es que la democracia, sobrada de atractivos, atributos y espacios en los que todos podemos encontrarnos, enamore de nuevo a los jóvenes y a los sectores sociales más desfavorecidos, que se han desvinculado de los asuntos públicos para desgracia de todos. Los ciudadanos de todo el planeta contamos con el ejemplo histórico de lo que fue el período 1945-1980 en Europa y Estados Unidos: una etapa de crecimiento económico enérgico debido a las políticas públicas expansionistas, salarios generosos, tributos extremadamente altos a ambos lados del Atlántico, disminución de la desigualdad y consolidación de los sistemas democráticos. Esa época no surgió de manera espontánea, tuvo que ver con decisiones políticas que se tomaron después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando democristianos y socialdemócratas en Europa, y republicanos y demócratas en Estados Unidos establecieron como objetivo acabar con la pobreza. Se trataba de poner sobre la mesa un modelo de democracia liberal respetuoso con los derechos humanos y con la suficiente capacidad de erradicar los problemas económicos y sociales que habían facilitado la ascensión de los modelos totalitarios que aparecieron en el período de entreguerras. Todo esto también constituía un propósito ético que se situaba lejos del actual papanatismo de la derecha – y de su electorado- de aceptar que la desigualdad es inseparable del desarrollo económico. Ese espíritu de consenso para acabar con la desigualdad y erradicar la miseria no debería estar sujeto a ideología alguna, es el modelo a seguir y se sitúa muy lejos de los delirantes ejemplos de autocracia de izquierdas – Cuba, Nicaragua y Venezuela- y de su equivalente de derechas -Rusia- por los que ningún demócrata debería optar.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.