Hace unos años, leí varias reseñas de un libro en el cual se mostraban testimonios de personas que a causa de una enfermedad terminal se encontraban en el umbral de la muerte. Me agradó comprobar que en tan trascendente momento no parecían echar de menos nada material: ninguno de ellos daba importancia al hecho de haber tenido o no un espectacular coche deportivo, más medios económicos, un yate o ropa de las firmas más caras. Al contrario, la principal queja que todos manifestaban con enorme y doloroso pesar era no haber pasado más tiempo con sus seres queridos, no haber disfrutado más de su compañía, no haber ignorado las diferencias que en ocasiones les enemistaron durante años y que ahora veían como problemas sin importancia.

             Casi todas las personas jóvenes que conozco viven de la misma manera: de una forma si no trepidante sí, al menos, irreflexiva. Parecería que hubiera una edad en la vida en la que es imposible detenernos a pensar en nuestra forma de hacer las cosas y aprender de los errores de un modo que no sea tan doloroso y estéril como cuando lo hacemos al final de nuestros días, cuando percibimos que ya no hay remedio a los males causados y cuando el vértigo de la eternidad nos lleva a saborear todo aquello verdaderamente ineludible. La vida tiene mucho de cruel y más aún de injusto como para que añadamos nosotros a nuestra existencia todavía más dolor cuando realmente lo podemos evitar. Tal vez sea una de nuestras características como seres humanos: vivir lo hermoso de forma inconsciente sin valorar apenas la belleza de la tierra prometida, que solo reconoceremos plenamente al verla convertida en un erial.

        He amado realmente a dos mujeres, he compartido todo con ellas, victorias y derrotas, alegrías y sinsabores, sueños y esperanzas. A nuestra manera, construimos un mundo donde nadie podía entrar y en el que nos comunicábamos en nuestro lenguaje secreto que nadie entendía. Comencé las dos historias de la misma manera, de la única manera: pensando que serían infinitas. Creo en el amor eterno, pero eso no significa que sea frecuente. Hay muchos matrimonios, pero el verdadero amor es un estadio al que no todos tenemos la fortuna de acceder. Creo que la separación―cuando la persona no tiene carencias afectivas importantes y se separa después de haber amado de verdad―es lo más parecido a la experiencia del final de la vida y es, en sí misma, una pequeña muerte.

        Toda separación es anunciada con un tiempo de antelación: a veces en forma de tempestad; a veces en forma de hielo; a veces en forma de un corazón árido e indiferente; en ocasiones, adquiere las formas del silencio o de la maldad refinada e hiriente porque somos tan egocéntricos y solemos tener tales expectativas de felicidad respecto a la vida en común con otra persona que al vernos defraudados descargamos con incomprensión y rabia nuestras frustraciones sobre ella sin desear entender que nadie es culpable de esas cosas aparte de la propia vida, y que el ser, antaño tan amado, como mínimo sufre igual que nosotros.

        Pero no me estoy refiriendo a eso ahora, estoy hablando del último instante, del último abrazo, especialmente cuando se produce en escenarios de despedida como aeropuertos o estaciones de tren. En estos lugares todo adquiere un carácter más triste y definitivo que nos hace ser totalmente conscientes del verdadero final, pero no es necesario que esa tragedia se dé en un lugar así, es suficiente con que sepamos que ese es de verdad, casi con certeza, el último momento, el instante final, la última vez que abrazamos a la persona amada. Cuando ese momento, desgarrador y brutal, se produjo en mi vida, en el instante de dar el último abrazo no pude evitar llorar como un niño percibiendo claramente que no había vuelta atrás pues todos los puentes habían caído ya. Pero mis lágrimas no eran de angustia o de miedo a la soledad, eran un dolor lacerante que contenía en sí mismo una suerte de arrepentimiento.

        Me arrepentí en aquel preciso instante de no haber amado más; de no haber manifestado ese amor de mil formas distintas; de no haber exprimido hasta el último segundo de nuestros momentos juntos; de no haber besado aún más sus rostros; de no haber entregado más caricias, más abrazos, más ternura y respeto; de aquel momento en el que dejé una chispa de amor, no haber creado un incendio que todo lo abrasara; de no haber vivido cada día como si realmente fuera el último de mi existencia junto a ellas; de haberme dado mezquinamente a las pequeñas diferencias, y no a la comprensión del universo de la persona amada.

        El tiempo reordena nuestra memoria con inmensa sabiduría y va colocando todo en el lugar exacto, donde le corresponde, donde no hay lugar para la mentira o para engañarnos a nosotros mismos con las patrañas con las que usurpamos la verdad ante los demás en nuestra vida cotidiana. Con esos recuerdos viviremos el resto de nuestros días. 

        Nos engañamos cuando decimos que el tiempo cura las heridas: algunas solamente las cierra y en cuanto escuchamos las voces del pasado las horribles cicatrices se abren demostrándonos que los sentimientos siguen vivos latiendo con la misma fuerza de entonces. 

           La vida no es trivial. Hace unos días me comunicaron la muerte de uno de mis tíos. Tiempo atrás, mantuve con él agrias disputas y enormes diferencias, ni siquiera vivíamos ya en la misma ciudad. Al conocer su muerte, mi hermano mayor, del cual también estaba distanciado, me comentó que había planeado verle fingiendo un encuentro fortuito en los lugares que ambos frecuentaban para iniciar así una reconciliación, y que ahora se arrepentía profundamente de no haberlo hecho.

        Cuando la eternidad es todo lo que queda entre dos personas, se acaban las diferencias, los rencores y las iras. Tal vez mi hermano deseaba darle ese último abrazo que contuviera en sí mismo todos los perdones, todos los apoyos, todo el amor fraterno que ignoramos, olvidamos y ultrajamos a la menor discrepancia dando más importancia al decoro y a los formalismos sociales que a los sentimientos y a lo verdaderamente esencial de la vida. Tal vez quería regalarle todas las palabras ya nunca pronunciadas, todo el silencio cómplice de los pesares. Pero ese momento nunca llegó y con estos errores aprendemos de forma dolorosa lecciones que no sabíamos. 

           Tal vez no todo sea culpa de la edad y de la sangre, también influye, por supuesto, la vorágine en la que nos hemos acostumbrado a vivir, en la que no nos detenemos a leer en los ojos de nuestros semejantes―ni siquiera de nuestros familiares―sus sentimientos y emociones. Tal vez un día el hombre no necesite tanto dolor para aprender que nunca es tarde para entregar amor, que todo amor es poco para aliviar los dolores y desengaños de la vida, que todos los días son para entregar ese amor como si no existiera el mañana y que todo encuentro ha de tener la intensidad del último abrazo.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.