El hombre, en su soberbia sin límite, se atreve a teorizar sobre Dios pretendiendo explicar lo inexplicable, abarcar lo inabarcable, entender lo ininteligible, poner fronteras a lo infinito y convertir así en certezas sus dudas y temores. Actuando de ese modo, halla algo de calma y sosiego ante la desgarradora soledad y la incertidumbre que permanentemente le acompañan. Sólo los más inseguros buscan respuestas infalibles a todo y explicaciones rotundas, pues no admiten la duda que les atormenta. Nos falta humildad para reconocer que no sabemos nada acerca de Dios. Mientras, los teólogos pontifican impartiendo doctrinas y dogmas sin saber admitir que, al menos en el sentido empírico, todos somos agnósticos, ya que no podemos demostrar o no la existencia de Dios.
Aquello que en esencia es indescifrable, posee la propiedad de huir de nuestro deseo obsesivo y terco de clasificarlo y encuadrarlo todo, y ese carácter esquivo se convierte en una burla permanente que humilla nuestro intelecto. Cuando el hombre habla de doctrina teológica y especula tratando de dotar de un cuerpo intelectual a algo que en sí mismo escapa a toda comprobación cierta y a toda explicación inequívoca y científica, se asemeja al niño que se viste con ropas de adultos y adopta un gesto serio para imitar a sus mayores.
Qué medios tenemos, pues, para adentrarnos en el inefable misterio de Dios. Tan solo la luz del amor nos guiará en tan difícil empresa y apenas Le intuimos si no es por medio de ese amor. Hay una religiosidad en el hombre que puede ser perfectamente independiente de su adscripción a una iglesia o confesión concreta. La historia ha conocido un sinfín de guerras religiosas protagonizadas en un segundo plano por toda una élite de “sabios” dispuestos a excomulgarse unos a otros e, incluso, a llegar al exterminio porque unos se persignan a la izquierda y otros a la derecha; unos aceptan a la Virgen María y otros no; unos llaman a Dios de un modo y otros utilizan otro nombre; pero no son capaces, en su lamentable estrechez de miras, de profundizar en su capacidad de conocer, entender y amar a los demás. Algunas cuestiones puramente teológicas nos sumergen en un concepto de religión sumamente infantil: si como seres humanos con nuestras pobres inteligencias podemos comprender y desear para nuestros hijos su pleno desarrollo, aun cuando ese desarrollo conlleve un cierto desapego e independencia respecto de nosotros, no nos será difícil aceptar que el mejor cristiano no necesariamente ha de ser el más devoto puesto que su crecimiento personal le puede llevar por caminos no imprescindiblemente unidos a una iglesia específica, y no por ello estarán exentos de moral.
Si Dios nos ama, deseará nuestra independencia, nuestra autonomía y nuestra felicidad. Ahora bien, el amor es un sentimiento y como tal no está sujeto a la voluntad humana, es decir, no podemos enamorarnos de forma voluntaria para ser así más felices. Desde este punto de vista, a muchas personas les resulta enormemente difícil cumplir el primero de los mandamientos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”, porque en su corazón reflejan la aridez, la frustración, el desencanto y el embrutecimiento del tiempo en que vivimos. Creo que estas personas necesitan conocer a Dios porque sólo conociendo profundamente podemos de verdad amar de una forma integral, aunque, paradójicamente, quizás en este caso no se trate tanto de amar a Dios o al prójimo como de querer amar, máxime teniendo en cuenta ese mundo hostil y brutal en que nos desenvolvemos.
No obstante, el juicio de Dios ha de ser mucho más benevolente de lo que, tal vez, podamos siquiera intuir. Nos empeñamos en atribuir a Dios virtudes y defectos humanos (antropomorfismo), como queriendo hacerle partícipe de nuestra barbarie, cuando somos nosotros los que deberíamos participar de su esencia amorosa ya que formamos parte de Él. Cuando las Sagradas Escrituras nos hablan de la imagen y semejanza de Dios, no hacen sino anunciarnos que poseemos la capacidad de amar. El amor se muestra entonces como potencia transformadora y trascendente que nos eleva y enaltece y que da sentido a nuestras vidas. En el momento en que caemos en el reduccionismo de pensar en premios, castigos, venganzas y demás sentimientos tan nuestros, simplemente rebajamos a Dios a nuestra propia idea, idea humana sujeta a todo tipo de flaquezas y ruindades más propias de nuestra condición. El antropomorfismo se halla presente en múltiples textos del Antiguo Testamento porque el hombre no participaba, en general, de la amorosa Esencia Divina. Era, pues, más un hombre
apegado a la ley que al amor («Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» Mt.15,8; Mc.7,1-8; Is.29,13).
La capacidad de amar de forma extraordinaria está presente en todo ser humano y solo así se explica que, en medio de tanta locura a través de los siglos, tantas guerras y abusos, tanta crueldad desplegada contra todo tipo de minorías, tanta venganza, tanto ojo por ojo y tanta sangre derramada, sólo así se explica, insisto, que hayan pervivido virtudes como la compasión, la generosidad y el heroísmo, porque todo ello forma parte de la esencia humana y no son conceptos aprendidos culturalmente. Por tanto, el amor nos lleva y conduce a Dios como una luz busca a otra luz y no descansa hasta llegar a su fin. El amor no es sólo nuestro estadio más deseable, sino que forma parte de nuestro destino.
Parecería que el hombre moderno tuviera miedo de hablar de AMOR con mayúsculas y en nuestra tacañería habitual también solemos confundir este sentimiento con la solidaridad. La solidaridad es al amor lo que el lago es al océano. Desde este punto de vista sería absurdo pedirle a una madre que alimente y proporcione cuidados a sus hijos por solidaridad y no por amor, nadie empequeñece su propia vida negándose a experimentar sentimientos tan sublimes y hermosos cuando tiene oportunidad de hacerlo.
Empobrecemos nuestra existencia cuando amamos solamente a nuestros seres queridos. El amor fraternal hacia personas que no pertenecen a nuestra familia no es algo utópico ni pertenece, únicamente, a las heroicas vidas de santos y profetas, al contrario, es una potencia a desarrollar por todos nosotros, pues nada nos realiza más que la entrega a nuestros semejantes, y para entregarse de un modo generoso debe existir en nuestras almas al menos una cierta disposición amorosa que se sitúe bien lejos de los gélidos sentimientos que nos impulsan a participar de una forma simplemente autómata y cerebral en determinados proyectos sociales o económicos destinados a ayudar a los más desfavorecidos, pero que se encuentran desprovistos del fuego del amor.
Nuestra vida sin amor será, logremos lo que logremos en cualquier otro ámbito, una anécdota estéril e inútil.
Desde el punto de vista del cristianismo sólo existe un modo de ser verdaderamente cristiano: imitar a Cristo, y tan solo hay una forma de imitar a Cristo y ésta es amar al prójimo. Tal vez una de las ideas más cercanas y certeras respecto a Dios sea el concepto del amor maternal del cual nos habla Bachofen en alguno de sus tratados, esto es, el amor paternal, que puede ser experimentado indistintamente por hombres o mujeres, ama al hijo en la medida en que éste responde a las expectativas que en él habíamos depositado, le amamos sólo si es como nosotros deseamos que sea. Esta forma de amor adolece de una profunda carga autoritaria que incluye el desprecio y la venganza hacia el hijo al que se quiere incluso destruir si no es como esperamos que sea. Por el contrario, el amor maternal ama al hijo por el simple hecho de serlo y es suficiente su condición de hijo para merecer el amor incondicional del padre o de la madre. La idea de Bachofen explica además el hecho de que exista una «buena» religión basada en el amor verdadero que se manifiesta a su vez en un compromiso profundo y activo hacia el resto de nuestros semejantes. Si establecemos diferencias por cuestiones de religión, condición social, nacionalidad, raza o sexo es que no creemos realmente en el ser humano. El verdadero amor descansa y se fundamenta en la idea suprema de que todos los seres humanos somos iguales y tenemos, por tanto, idénticos derechos, principalmente el derecho a ser felices. En contraposición a todo ello existe una «mala» religión que prioriza por encima de otras cosas su carácter inquisitorial y persecutor, sus rasgos opresivos y totalitarios y su obsesión por considerar como degenerada cualquier manifestación sexual. Hay una suerte de deseo en los fanáticos religiosos de cualquier confesión, que consiste en atribuirnos toda clase de perversiones y maldades a quienes no pensamos como ellos.
Amar a los demás es una disposición de ánimo y, por ende, una decisión voluntaria; es decir, no es tanto guiarnos por el corazón como guiarlo a él hacia donde debe ir: al camino del amor. El término griego «ágape» se cita en la Biblia refiriéndose a la persona que decide amar. Desde este punto de vista es superior a las otras clases de amor: fileos (la amistad) y eros (el amor sexual). El fileos y el eros son imperfectos y pueden variar según las circunstancias. En contraposición, el amor ágape es incondicional, desinteresado y se manifiesta en todo momento: en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y la adversidad, en los buenos y malos momentos, etcétera. El amor ágape no varía porque no depende del tiempo ni de las circunstancias; no surge de nosotros mismos, sino que procede de Dios que nos lo entrega mediante Su gracia y se debe recibir para después entregarlo. Mediante ese amor se pasa del «Te amo porque…» al «Te amo
por siempre». El ágape, pues, sustenta al fileos y al eros de forma imperecedera.
Por desgracia, el ser humano se desenvuelve y desarrolla en un mundo limitado, reducido e imperfecto que en pocas ocasiones da lugar a la creación de un amor de este tipo. Existe o, mejor dicho, debería existir una única forma de entender la religión y ésta sería amar a Dios en nuestros semejantes. Debemos ignorar las diferencias religiosas que nos separan pues es evidente que constituyen signos de identidad de cada uno de los pueblos que conforman el mundo. Nos une nuestra condición de hijos de Dios, nuestra sed de amor ilimitada, nuestros mismos deseos, sueños y anhelos que han de convertirnos en una sola Humanidad.
Agradecimiento especial a José Francisco Linares Solomando
(sacerdote) por su colaboración y consejo.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.