Ideología-(Escrito en 2011)
Una de las pocas cosas buenas que nos ha traído la actual crisis económica es el advenimiento de algunas certezas a nivel mundial: la de que el capitalismo ha de tener un control y la de que siempre ganan y pierden los mismos. Incluso así, sorprende el escaso grado de movilización de los ciudadanos de las sociedades europeas.
Es cierto que ha habido manifestaciones en momentos concretos en contra de ese capitalismo desbocado, pero aún no hay un clamor general para reformar de verdad nuestros sistemas. Las revueltas sociales han sido importantes en Grecia y en menor medida en Portugal. En España, el movimiento de los indignados ha intentado canalizar el descontento general, consiguiéndolo al principio, pero perdiendo fuerza de forma paulatina. Siempre me ha llamado la atención―sobre todo en los últimos tiempos―la poca constancia del ciudadano europeo a la hora de manifestarse: creo que no deberíamos salir a la calle de un modo testimonial para expresar nuestro descontento respecto a esta o aquella medida, sino que debemos insistir hasta conseguir nuestros objetivos.
Cuando el poder político no ve oposición en la ciudadanía tiende al exceso y a la corrupción. En esto tiene mucho que ver el concepto que tenemos de la libertad en Occidente. No sólo es un concepto diferente en cada país ―no puede ser igual la idea de libertad en los países del Este de Europa, que la han conquistado hace veinte años, que en las democracias consolidadas desde hace doscientos―, sino que, como ocurre con muchos otros valores, se trata de una idea cambiante. La libertad es una idea que se completa con otro valor del cual no puede desligarse que es el de la responsabilidad: ambas han de ir indisolublemente unidas. Para ser libre y responsable de esa libertad, el ciudadano debe tener un alto grado de educación.
No es lo mismo educación que cultura; un perro puede estar perfectamente educado, de algún modo sabe que no puede abalanzarse sobre las personas, que no debe hacer sus necesidades dentro de casa o que no ha de mordisquear los muebles, pero ese mismo animal no es capaz de leer a Cervantes. Hay un concepto de educación que únicamente se refiere a las buenas maneras y no a la cultura académica. Hace cien años, cuando las leyes antitabaco no existían en Europa, un campesino analfabeto entraba en un tren y antes de encender un cigarrillo pedía permiso a las personas que compartían con él ese pequeño espacio que eran los camarotes en que se dividían los antiguos vagones. Somos libres, pero hemos de saber qué uso hacemos de esa libertad.
El amor del hombre por la ley ha de emanar a su vez del amor por la justicia y la igualdad y no, simplemente, del deseo de vivir en un mundo donde imperen el orden y la perfección. El deseo de una prevalencia del orden sobre la virtud nos conduce a una sociedad inhumana, alienada y, con frecuencia, brutalmente injusta. Toda ideología que no coloque al hombre en el centro del Universo está condenada al fracaso. El hombre es un fin en sí mismo y no un instrumento, y todas las ideologías que no han comprendido esto han fracasado y desaparecido, por mucho que intentaran perpetuarse por medio de la fuerza. Esta peculiaridad del excesivo amor por el orden y la uniformidad fue una característica propia de casi todos los grandes jerarcas del nazismo, que subordinaron los ideales de libertad, justicia, solidaridad e igualdad a sus conceptos autoritarios. Su idea principal―apoyada en el carácter autoritario de la clase media alemana, que tenía un extraordinario respeto por la autoridad establecida―era que el pueblo deseaba obedecer a líderes fuertes y ser subyugado por ellos, renunciando así a su libertad.
El centro de toda sociedad debería estar constituido por la suprema idea de la felicidad del ser humano y no por una idea de orden vacía de contenido ante la cual todo se subordine. No debemos confundir esta idea de felicidad con el simple hedonismo. Viktor Frankl decía que “El interés primordial del hombre no es encontrar el placer o evitar el dolor, sino encontrar un sentido a su vida. Por ese motivo el hombre está dispuesto incluso a sufrir, a condición de que ese padecimiento adquiera un sentido”. Esta idea social de primacía del orden puede extrapolarse al ámbito personal de cada uno de nosotros. La prevalencia de ese orden en detrimento del amor puede ser construida en la psique del individuo por unos padres que proporcionan al niño toda clase de cuidados: el pequeño tiene una alimentación extraordinariamente supervisada, sus ropas están siempre perfectamente planchadas y limpias, duerme las horas necesarias, sus progenitores supervisan con esmero sus estudios y la elección de sus amistades, etcétera. Y aunque esta actitud pueda parecer un apoyo incondicional al niño, ese apoyo, ese “amor”, sólo se le entrega en la medida en que el niño responde plenamente a las expectativas que sobre él se habían depositado, e incluso así no se le regala un amor incondicional que le enseñe a amarse a sí mismo ―condición indispensable para amar a los demás―, de manera que el individuo así educado podrá ser una persona correcta y formal: no robará, no transgredirá ninguna norma, no chocará contra los convencionalismos sociales, se considerará indigno si por su cabeza pasa siquiera la idea de defraudar al fisco, será previsible en todos sus comportamientos a lo largo de su vida, pero se mostrará incapaz de quemarse en el fuego del idealismo y, lo que es peor, no será capaz de enfrentarse a ninguna clase de autoridad, aunque sean flagrantes las injusticias de las que sea testigo. Será, en definitiva, un ciudadano de orden, pero no de amor.
Se puede llegar a una suerte de perfección espiritual siempre que se transite por el camino del amor, el conocimiento y la entrega a los demás. Pero, si, por el contrario, nos aferramos a una doctrina―por perfecta que esta sea―que esté exenta de un sentimiento de amor y de solidaridad hacia los demás, corremos el riesgo de convertirnos en simples inquisidores y guardianes de la ley sin alma. Quien de verdad ama la equidad, la bondad, el bien y la justicia, no temerá el desamparo social sobrevenido como consecuencia de su condición de discrepante y será capaz, por esos ideales, de enfrentarse a todo poder establecido y a toda norma social.
No somos exactamente libres, al contrario, múltiples factores nos condicionan. Desde nuestra infancia escuchamos mensajes tales como “sé tú mismo”, pero la presión social, con la que se nos dirige hacia todo lo que socialmente es aceptable y respetable se encarga de vaciar de contenido esos mensajes. El derecho a ser “uno mismo” sólo adquiere un sentido si deseamos realmente ser “nosotros mismos”, es decir, si amamos la libertad y poseemos la madurez necesaria para ejercitarla con responsabilidad, sin temor a ser independientes y a chocar con la sociedad y con sus convencionalismos. Para alcanzar estos ideales el individuo ha de vivir de forma espontánea.
Erich Fromm define la espontaneidad como “la libre actividad del yo que implica el ejercicio de la propia y libre voluntad”. Esta actividad espontánea sólo se produce si el ser humano “no reprime partes esenciales de su yo, si llega a ser transparente para sí mismo y si las distintas esferas de su vida han alcanzado una integración fundamental”. Aquí debemos recordar que nada nos realiza tanto como ser nosotros mismos siempre y en todo momento. Esto lo saben bien las personas que por uno u otro motivo han vivido diferentes situaciones de opresión que han coartado su capacidad de expresarse o de comportarse con total libertad y de un modo espontáneo a causa de la terrible presión social que ha reprimido esos deseos.
Estoy pensando en homosexuales que han debido ocultar su condición en su trabajo y en su círculo social; militares de ideas indudablemente democráticas e incluso pacifistas en medio de los sectores más reaccionarios de cualquier ejército o personas que mantenían discrepancias con su iglesia o confesión religiosa y que han callado por miedo a no ser aceptados o comprendidos. Evitando el enfrentamiento al que nos llevaría el hecho de expresar nuestra opinión, lograremos un sentimiento de seguridad personal que nos aliviará en cierta forma, pero que producirá a la larga un menoscabo en nuestra autoestima.
Volviendo de nuevo a Fromm, en su obra “El miedo a la libertad” nos dice: “Al adaptarnos a las expectativas de los demás, al tratar de no ser diferentes, logramos acallar aquellas dudas acerca de nuestra identidad y ganamos así cierto grado de seguridad. Sin embargo, el precio de todo ello es alto. La consecuencia de este abandono de la espontaneidad y de la individualidad es la frustración de la vida. Desde el punto de vista psicológico, el autómata, si bien está vivo biológicamente, no lo está ni mental, ni emocionalmente. Al tiempo que realiza todos los movimientos del vivir, su vida se le escurre de entre las manos como arena. Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo el hombre moderno es profundamente infeliz; en verdad está al borde de la desesperación. Se aferra desesperadamente a la noción de individualidad; quiere ser diferente y no hay mejor recomendación que la de decir que “es diferente”… El hombre moderno está hambriento de vida”.
También influye en la pasividad de los más jóvenes la perniciosa educación que se imparte en los hogares y en las escuelas desde hace más de treinta años. En el pasado, un padre podía hacer casi cualquier cosa con sus hijos porque el ámbito familiar era considerado como algo sagrado por parte de todos los estamentos de la sociedad. En un corto espacio de tiempo, entre 1975 y 1985, se produce una ruptura con el orden antiguo que da lugar a los métodos educacionales que primaron en Europa entre los años ochenta y noventa y que en muchos lugares han continuado hasta el día de hoy. Hace cincuenta años imperaba un sistema educativo de rigidez desmesurada y cruel en el cual se consideraba natural tratar al alumno con una disciplina extrema que no sólo no admitía la menor discusión por su parte, sino que tampoco permitía injerencias ni cuestionamientos provenientes del núcleo familiar del menor; al contrario, los padres colaboraban con los colegios en el mantenimiento de ese sistema que el niño percibía como un poder abrumador e incuestionable.
A comienzos de los años ochenta, sin existir apenas período de transición se produce una mudanza completa en el modo de educar a los pequeños: de la disciplina irracional se pasa a una relajación total en los modos de aprendizaje y en la manera de comportarse en las aulas. “Al niño no se le puede presionar” o “el padre ha de ser un amigo” fueron algunas de las frases clásicas de aquellos años. El tiempo ha demostrado lo erróneo de todos estos conceptos: el padre no ha de ser un amigo, sino una figura de autoridad. No debemos confundir este concepto con el de una figura autoritaria: los niños criados con padres de carácter autoritario ―los que además de ser excesivamente rígidos no explican en modo alguno los motivos de esa rigidez― tienden a reprimir su espontaneidad y a tornarse en neuróticos cuando son adultos. Por el contrario: cuando el niño reconoce en el padre y en el profesor una sabiduría de la que él carece y además tiene un gran deseo de aprender, suele aceptar a ambos como maestros en el más amplio sentido del término.
Los niños que no se educan con figuras inequívocas de autoridad desarrollan una gran inseguridad que les conduce a crear su propia escala de valores y de normas que, de algún modo, pueden paliar la falta de certeza, seguridad y confianza que perciben en su entorno. Los niños criados por figuras de autoridad claras son más asertivos, seguros y no buscan excusas para justificar sus comportamientos y actitudes ante la sociedad. El resultado final de todo este despropósito es que los niños del pasado son hoy adultos con escasos valores, poco comprometidos y faltos de voluntad. El continuo crecimiento que desde entonces ha experimentado la riqueza en Europa ha producido además otro fenómeno: hace algunos años, cuando un pequeño deseaba un juguete, bien podía pasarse meses transitando a diario por delante del escaparate de la juguetería en la que se encontraba su objeto anhelado. Por lo general, los padres coincidían en un mismo criterio: que para conseguir algo “habíamos de merecerlo”, de manera que cuando el niño recibía el tan ansiado regalo, no sólo habían transcurrido meses desde que lo deseó por primera vez, sino que existía una relación clara entre el esfuerzo realizado y el premio conseguido porque este era entregado como recompensa a unas buenas calificaciones o a un buen comportamiento. En definitiva, el deseo precedía durante largo tiempo al objeto recibido. Hoy el niño obtiene bienes y premios sin que medie este anhelo intenso, de modo que la tolerancia a la frustración de los menores es mínima. La principal queja de los profesores de los niños más pequeños es que estos desconocen cualquier tipo de norma cuando llegan por vez primera a las aulas. Nadie les ha puesto límites jamás y nunca han recibido la palabra “no” por respuesta.
Este conjunto de ingredientes produce una mezcla explosiva: adolescentes y adultos sin valores claros, con nula tolerancia a la frustración, con una voluntad debilitada y sin buena educación (buenas maneras).
La falta de criterio propio hace el resto. Los jóvenes y adolescentes confunden determinados conceptos: para ellos ser rebelde y contestatario no es enfrentarse al poder establecido en defensa de la justicia (evitando hacerlo de un modo violento), sino responder de malas formas a padres y profesores, destruir el mobiliario urbano, vestir una ropa estudiadamente desaliñada, despreciar las normas y carecer del más elemental sentido de la solidaridad. No hay nada de patológico ni de condenable en un joven que en ocasiones desobedece a la autoridad, pero no es normal hacerlo siempre y, menos aún, cuando lo que la autoridad exige no es injusto ni irrealizable. Además, esa pretendida rebeldía se desvanece―al carecer de contenido y de ideales―ante la presencia de un jefe al cual aceptan en la peor de sus dimensiones, es decir, no le respetan ni admiran por sus cualidades morales o intelectuales, pero sí le temen. Así, el egoísmo y la insolidaridad de los que adolecen los lleva a desobedecer y burlar cualquier clase de autoridad cuando esta no está presente o no se impone por la fuerza y, sin embargo, no son capaces de defender a un compañero de trabajo que esté sufriendo cualquier tipo de acoso o de injusticia.
Por supuesto que no toda la juventud europea tiene este perfil, pero sí existe un adocenamiento preocupante, sobre todo cuando ese carácter acomodaticio y conformista los lleva a dar por hecho que todo aquello con lo que han crecido ―el Estado del bienestar y las conquistas sociales―permanecerá eternamente y de forma inmutable. Craso error, la democracia es un sistema que se cuida día a día y todo lo que hemos conocido está hoy en peligro, en parte por la mala fe de unos políticos que han provocado el debilitamiento de los Estados en favor de las gigantescas multinacionales y también por nuestra pasividad a la hora de permitir el desmontaje de lo que costó siglos, sangre y heroicas luchas.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.