De esta crisis no saldrá un hombre nuevo, pero, al menos, se ha creado una nueva conciencia frente al sistema antes indiscutido. Esa conciencia nace del nuevo discurso -que hubiera sonado extraño, radical y extemporáneo antes de la crisis- con el cual están cada vez más de acuerdo los ciudadanos: el de que siempre ganan y pierden los mismos, y el que nos dice que el capitalismo, tal y como lo hemos concebido desde finales de los años setenta (neoliberalismo) ha de tener una mayor supervisión. De esta crisis no saldrá un hombre nuevo, lo cual dará lugar a episodios similares con el mismo origen: un sistema neoliberal cada vez menos controlado y con corporaciones cada día más fuertes e influyentes. La realidad nos muestra tres crisis superpuestas que se retroalimentan y que son, a su vez, causadas por las otras dos.
En primer lugar, está “la crisis”, la que a todos nos preocupa, la que ha causado los índices de paro -especialmente entre los jóvenes- más graves de nuestra historia reciente. Mucho se ha escrito desde la caída de Lehman Brothers más de seis años atrás. El ciudadano medio se ha familiarizado con términos propios de un lenguaje económico que desconocía y que hasta hace unos pocos años le eran completamente ajenos. La información acerca del verdadero funcionamiento de la economía -cada vez más abundante y cotidiana- y el conocimiento de múltiples casos de corrupción y connivencia de los gobiernos con los poderes económicos nos muestran que necesitamos más regulación y Estados más fuertes e independientes respecto de las grandes empresas. Casi todos tenemos hoy la misma opinión acerca de las causas del desastre actual: la crisis nace de la insaciable codicia de banqueros y especuladores; el miedo se expande por EE. UU. y Europa; el crédito deja de fluir; comienzan a desaparecer pequeñas y medianas empresas; y crecen de forma imparable las tasas de desempleo en ambos bloques económicos. Si bien la recuperación es sólida en EE. UU. -aunque más endeble en Europa- nada nos permite pensar que los mismos que han creado este despropósito no puedan causar otro de similares características. No importa cuándo, lo decisivo es que esto se repetirá, indefectiblemente, si no disponemos de Estados fuertes capaces de defender los intereses de sus ciudadanos en detrimento-si fuera necesario-de las grandes empresas.
La segunda crisis es ese trasfondo, pese a estar en un plano secundario es mucho más grave que la primera y tendrá -sin ningún género de dudas- una influencia decisiva que marcará a los ciudadanos de prácticamente todos los países del mundo. Esa segunda crisis consiste en el asalto al poder que llevan a cabo las grandes empresas y bancos para quedarse con lo poco que resta de los sectores públicos de los países occidentales tras años de privatizaciones masivas. Incluso en naciones europeas como Reino Unido, España o Italia, cuyos sectores estatales controlaban más del 50% de sus economías, el tamaño de los Estados ha decrecido en favor de las grandes corporaciones, que se han convertido en grupos de presión cada vez más poderosos. El ciudadano medio no posee control alguno sobre estos grupos. En realidad, hay pocas razones para ser optimistas a este respecto: no controlamos ninguno de los factores económicos que influyen de forma decisiva en nuestra vida cotidiana; ni el precio de la gasolina ni el de los alimentos ni los tipos de interés que afectan mensualmente a nuestra hipoteca; tampoco elegimos a los presidentes de los grandes bancos, de los laboratorios farmacéuticos o de cualquier otra gran empresa.
Allí donde el sistema detecte que puede existir un espacio de rentabilidad, actuará sin criterios de moral. Un ejemplo de ello es lo que ocurrió en 2006: año y medio antes de la crisis, algunas distribuidoras de alimentos en EE. UU. hicieron acopio de varias clases de cereales con el objetivo de que su escasez aumentara su precio. Es posible que prácticas como esta no nos afecten de un modo decisivo porque pertenecemos a sociedades opulentas, pero este hecho produjo un aumento de la inanición y de los casos de muerte por desnutrición en algunos países del Tercer Mundo, es decir, el hambre como negocio. Lo mismo ocurrió en el caso de los grandes bancos rescatados por los gobiernos al inicio de la crisis: el dinero que recibieron de los Estados fue obtenido a unos intereses irrisorios; posteriormente, cuando estos mismos bancos han prestado dinero a los Estados o han comprado deuda pública de los mismos, lo han hecho a unos intereses abusivos que hacen que recursos que podrían dedicarse a medidas sociales destinadas a paliar los efectos de la crisis, deban destinarse a pagar la deuda de los países en apuros. Hablamos de los mercados tal como lo haríamos de accidentes naturales imprevisibles como el viento o la lluvia, o como si fueran entes etéreos porque no hay gobierno en Occidente con el coraje necesario para imponer el criterio del bien común al criterio de rentabilidad -que suele obtenerse a cualquier precio- de las grandes empresas. También porque hace tiempo que nos hemos acostumbrado a que poder político y poder económico -al menos en las grandes esferas- sean lo mismo.
Uno de los grandes ejemplos de la penetración de los poderes económicos dentro de los Estados lo constituye el nombramiento de Mario Draghi como presidente del Banco Central Europeo: Draghi fue vicepresidente en Europa de Golmand Sachs, el cuarto banco de inversión del mundo. Durante su mandato, el banco asesoró al entonces presidente de Grecia, Kostas Karamanlis, sobre como ocultar la auténtica dimensión del déficit del Estado heleno. Esta ocultación llevó a Grecia a la bancarrota durante la crisis financiera de 2007-2008. Los efectos de esta quiebra durarán décadas en el país, y quienes perderán serán los de siempre: los ciudadanos. Una persona con este perfil debió haber causado alarma entre los medios de comunicación y la ciudadanía al aparecer su nombre entre la terna de candidatos a presidir el BCE cuando el anterior presidente, Jean Claude Trichet, cesó en su cargo. Desgraciadamente, las sociedades de Europa y de los EE. UU. conviven con estas anomalías desde el advenimiento del neoliberalismo, que comenzó a establecerse en Occidente a finales de los años setenta. Desde entonces, el proceso de reducción del tamaño de los Estados en favor de las grandes empresas ha sido lento, pero absolutamente inexorable.
Lo mismo ocurre, aunque con otras peculiaridades, en los llamados países emergentes. Desde al menos veinte años atrás, la mayoría de los medios de comunicación occidentales ensalzan los avances de estas sociedades que basan el crecimiento de su producto interior bruto no en una alta productividad ni en una economía racional, sostenible, igualitaria y ordenada, sino en sus altísimas tasas de población. Tal es el caso de Brasil, China, India, Méjico, Rusia o Turquía.En naciones como Brasil, donde se ha instalado el neoliberalismo, no es necesario -a diferencia de lo que ocurre en Europa- destruir la conciencia de la importancia de que los sectores públicos de los Estados sean fuertes porque esta conciencia no existe en la población. Las cifras que el Gobierno de Brasil aporta acerca del fenómeno económico de ese país son estrictamente ciertas, pero como toda cuestión socioeconómica han de examinarse en su contexto y es una realidad que admite muchos matices y opiniones. Es cierto que más de treinta millones de personas salieron de la pobreza durante el período 2003-2014, pero también hay que decir que -excluyendo a una minoría que ha logrado hacerse rica y a otro segmento de población, también menor, que ha conseguido trabajos con salarios elevados- una gran parte de estas personas han ingresado en un mercado de trabajo semi esclavo en el que reciben salarios de miseria. El brasileño medio, carente de conciencia social y enormemente escéptico con su clase política no exige ni espera nada del Estado. Lo que desea, en cambio, es aumentar sus ingresos en esta etapa de crecimiento para contratar un plan de salud familiar; para que sus hijos puedan ingresar en la escuela privada; para comprarse un automóvil; y para contribuir a su propio plan de pensiones de cara a su jubilación, pero nunca piensa en potenciar estos servicios en la esfera pública. Es decir, entre las cuestiones que constituyen las prioridades del ciudadano medio brasileño no están poder disfrutar de servicios tales como una sanidad universal y gratuita; una escuela pública que aspire a la excelencia; unas pensiones dignas; un seguro de desempleo; y unos transportes públicos de calidad. En un país en el cual el Estado nunca ha garantizado los servicios básicos de su población, es donde se perciben como normales -por frecuentes- toda clase de desigualdades, y esta ausencia de conciencia social es la garantía segura de la continuidad de esas desigualdades.
El verdadero ejemplo social a imitar a nivel mundial lo forman las sociedades europeas, países en los que, en general, se ha alcanzado un alto nivel de vida unido a un más que aceptable nivel de protección social. Los países emergentes no pueden constituir un ejemplo en ningún sentido: su dudosa prosperidad se consigue en ausencia de derechos sociales y laborales y, principalmente, por la enorme pujanza de su mano de obra, barata y abundante. De la precariedad del modelo brasileño, por ejemplo, habla por sí solo este dato: el 45% de la población de este país no tiene acceso a la red de alcantarillado. Esto ocurre tras más de veinticinco años de crecimiento medio superior al 3%, y puede definirse como cualquier cosa menos como progreso. En Europa se ha practicado la política de Goebbles: repetir hasta la saciedad una mentira hasta que la población crea en ella. Los poderes políticos -vinculados por entero a los poderes económicos- se encargan de repetirnos que lo privado funciona mejor que lo público; que una sanidad universal no es rentable; que el Estado no puede garantizar las pensiones del futuro; que año tras año pagaremos más caro el transporte porque este será deficitario; y que muchas prestaciones, hasta ahora gratuitas, dejarán de serlo porque serán insostenibles. Son innumerables los casos de servicios privatizados que fueron sinónimo de excelencia y de buena gestión cuando eran públicos y que han visto su calidad mermada porque el criterio del bien común como prioridad deja paso al criterio de rentabilidad. Un caso claro lo constituye el de los ferrocarriles británicos: antes de su privatización tenían unos índices altísimos de puntualidad y una siniestralidad prácticamente nula, al cabo de los años estos datos se han invertido de forma alarmante y lo han hecho porque la inversión en mantenimiento no es una prioridad para los nuevos gestores.
Cuando el ciudadano trata de cuestionar este sistema, la gran cantidad de medios de comunicación afines al mismo tan solo le ofrece planteamientos demagógicos tales como considerar el comunismo soviético o el castrista como la antítesis de los sistemas neoliberales. Por esta razón, el neoliberalismo gana las batallas y las guerras sin haberlas declarado siquiera, y lo hace también porque el ciudadano occidental está convencido desde su infancia de que no es posible crear -en realidad, ni siquiera imaginar- un sistema que pueda ser alternativo a este. Lo peor es que no hemos sabido elaborar una respuesta intelectualmente seria capaz de contraponerse a todas estas patrañas: esto es, lo contrario del sistema neoliberal, injusto y desigual no es el comunismo ni ninguna otra delirante dictadura, sino la justicia social. Para nuestra desgracia, las ideas neoliberales han ganado tantos adeptos -por adhesión o por pasividad- que el futuro ofrece pocas esperanzas. Lo más normal en un mundo en el cual las empresas serán cada vez mayores y más poderosas en detrimento de Estados cada vez menores y menos intervencionistas, será un escenario en el que los salarios serán más exiguos, y con esos ingresos deberemos pagar más caros servicios que antes recibíamos por nuestra sola condición de ciudadanos.
Parece que las sociedades europeas han olvidado que los pueblos nada han ganado sin luchas ni sacrificios. Parece también que consideramos que todo avance social es irreversible y no está expuesto a la codicia de los intereses económicos. Lamentablemente, no es así. A este respecto me gustaría poner un ejemplo: en 1995 había un debate continuo en Francia -que pronto se trasladó a España- para aprobar la jornada de trabajo de 35 horas semanales; tan solo diez años después, Sarkozy llegó al poder y rápidamente planteó la idea de vincular los salarios a la productividad. Los poderes económicos se han mostrado insaciables durante la crisis y no atienden a ningún otro criterio que no responda a la idea de enriquecerse cada vez más y a costa de lo que sea. Gran parte de la pasividad de las sociedades europeas se explica porque se admite el fenómeno de la disminución del tamaño de los Estados -idea difundida desde los medios de comunicación en manos de bancos y de gigantescas multinacionales- como algo irreversible y hasta deseable en favor de una mejor gestión, más sostenible y eficiente. Pero hay otra causa aún más profunda: la idea infantil e ingenua que muchas personas albergan de que existe realmente una batalla ideológica: es decir, que los partidos de izquierdas gobiernan legislando a favor de los trabajadores y los de derechas en contra. De ser esto verdad, únicamente sería necesario movilizarse cuando gobiernan partidos de derechas porque solo estas formaciones pondrían en riesgo todas nuestras conquistas sociales. Esta idea absurda y sin base real también ha calado en la sociedad, pero la realidad demuestra ampliamente que ambas formaciones -socialistas y conservadores- en cada país, no dejan de ser la extrapolación del sistema de los EE. UU.: el bipartidismo, las mismas políticas, en suma, pero con otras siglas; un sistema que dice fomentar la estabilidad, cuando en realidad sólo busca garantizar la prevalencia de las políticas neoliberales sobre las políticas públicas.
En el caso de España, fue el Partido Socialista el que comenzó el proceso de privatización del sector público en 1985, utilizando para ello el eufemismo de «proceso de desinversión» del Estado en las empresas públicas, o el que introdujo en nuestro país en 1994 las E.T.T(empresas de trabajo temporal), que sólo sirven para ahorrar costes al empresario en detrimento de los trabajadores, que ven como sus derechos disminuyen. Tampoco el Gobierno socialista, en el año 2005, al detectar que las SICAV (las sociedades de inversión de las fortunas más grandes de España) eran sociedades creadas de forma expresa para defraudar enormes sumas, hizo nada salvo cambiar el marco jurídico de estas sociedades, que pasaron de depender de la Agencia Tributaria (con sus respectivas inspecciones) a hacerlo de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, un organismo que ni tenía las competencias ni los medios para detectar las anomalías que se producían en las SICAV. Es decir, un gobierno sabe a ciencia cierta que se produce un delito, pero se muestra incapaz de hacer cumplir la ley a estos gigantes económicos cuando al mismo tiempo somete al ciudadano a controles y sacrificios que rayan lo insoportable.
Lo que es válido en el caso de España también lo es en el caso de otros países europeos. En Alemania, el Gobierno socialista de Gerhard Schröeder aprobó en 2003 la llamada Agenda 2010. Este conjunto de medidas -entre otras cosas- abrió la puerta a la privatización de las pensiones, redujo los subsidios y ayudas, y aumentó la edad de jubilación. En materia laboral se flexibilizó un segundo mercado de trabajo institucionalizando el empleo precario y mal pagado que competía con el mercado tradicional. Esta medida tan solo contribuyó al crecimiento en un exiguo 0,2%, pero se publicitó en los medios de comunicación como un éxito y como un gran generador de empleo. Hoy, en Alemania más de 8 millones de personas trabajan en el sector precario y más del 25% reciben salarios bajos. Este sector, dentro de la Unión Europea, solo es mayor en Lituania. Este fenómeno se da, sobre todo, en el sector de los servicios. En la exportación prevalece el modelo tradicional alemán de convenios, fortaleza sindical, altos salarios, etcétera. La Agenda 2010 estancó los sueldos reales y disminuyó en 11 puntos el impuesto para los más ricos. Un informe del propio Ministerio de Trabajo alemán reconoce que al 50% más pobre de la sociedad alemana le corresponde el 1% de la riqueza, mientras que el 10% más rico controla el 53% de la economía. Las consecuencias de este desatino son que Alemania presenta hoy rasgos de desigualdad similares a los de Estados Unidos: en barrios en los que viven alemanes pobres e inmigrantes en una proporción aproximada de un 50%, tan solo el 31% de ellos expresa su intención de votar en unas elecciones, lo cual muestra una serie de particularidades altamente preocupantes en estos sectores de población: desinterés por la política, falta de compromiso social, ausencia de integración y la inquietante tendencia de algunos individuos a afiliarse a partidos de extrema derecha. La Agenda 2010 se aprobó tras una intensa campaña de falsedades -secuencia que se repite en todos los países- tales como repetir una y otra vez que los gastos de sanidad habían crecido en un 70%, cuando la realidad mostraba que el gasto se mantenía en un 10% anual.
En Reino Unido, la llamada tercera vía de Tony Blair no era más que una renuncia expresa -convenientemente maquillada- a defender los derechos de los trabajadores y de las clases medias por parte de los laboristas (la tradicional izquierda inglesa).
El actual Gobierno francés del socialista François Hollande aprobó hace tres años -después del visto bueno del Consejo Constitucional de Francia- un impuesto a las empresas del 75% sobre los salarios de los empleados que ganen más de un millón de euros. En cuanto se aprobó la medida, el gobierno galo se apresuró a decir que ésta era sólo temporal, claro está, tal es el respeto y temor que se tiene a las grandes corporaciones mientras sin el menor recato se exprime al ciudadano hasta límites intolerables.
Son innumerables -hasta el punto de que la ciudadanía ha asumido esta anormalidad- los casos de políticos que tras años de trabajo en el sector público han pasado a las grandes empresas privadas. En muchas ocasiones no están preparados ni conocen de forma minuciosa el ámbito en el que van a trabajar, de lo cual se deduce que la idea es aprovechar los contactos-además de la información privilegiada-que estas personas han hecho durante su actividad política y no sus conocimientos en un área específica. Resulta difícil imaginar que una de las grandes multinacionales contrate a un político si este ha desempeñado una labor verdaderamente contraria a los intereses de esa empresa concreta con el objetivo de beneficiar a toda la sociedad, lo cual nos hace pensar en un sistema de retribuciones y castigos en función del comportamiento de los servidores públicos, cuya gestión está viciada de raíz por las presiones y por los enormes intereses económicos en juego. ¿Alguien puede dudar de qué las decisiones de los grandes grupos económicos-sin contar con las corruptelas y las connivencias descaradas y flagrantes con el poder político de los mismos- condicionan y hasta determinan nuestras vidas hasta extremos inaceptables? ¿De qué este proceso de concentración de poder en manos de unos pocos y de disminución del tamaño de los Estados puede tener pronto un carácter irreversible porque ningún gobierno, aunque lo desee, tendrá ya la capacidad de legislar libremente y de forma autónoma frente a las grandes compañías? ¿De qué, en definitiva, las empresas acabarán siendo más poderosas que los Estados y gobernarán-con nuestra aquiescencia pasiva-sin el menor criterio de solidaridad, justicia y humanidad?
Ninguna medida pretendidamente social, como bajar impuestos a las clases medias o subir el sueldo mínimo (limosnas, al fin y al cabo), puede hacernos perder de vista el verdadero objetivo de los grandes poderes económicos en la actualidad: adquirir lo poco que queda de los antaño enormes sectores públicos de los Estados con el fin de lograr un poder tan omnímodo que la impunidad total de estas fuerzas sea la norma y no la excepción.
Hay una tercera crisis de la cual nacen las otras dos: la crisis existencial del ser humano; el desconcierto del hombre actual que se ve reducido a una dimensión puramente económica y material; el vacío del hombre moderno que no encuentra un sentido a su vida en medio de una sociedad que no le invita a pensar y ser, a reflexionar y sentir, sino tan solo a consumir y procurar la felicidad en ese consumo que se explica cómo un fin sagrado y no como una necesidad.
No es cierto que no existan ideologías que pudieran sustentar una revolución intelectual contra el sistema en el que vivimos: existen y podríamos perfectamente utilizarlas como argumento, pero no es necesario remitirnos a las corrientes ideológicas político-económicas de finales del siglo XIX y principios del XX para entablar nuevas batallas estériles. Es suficiente qué comprendamos que vivimos en un mundo injusto para despertar de nuestra pasividad; qué el dolor y la incertidumbre del ser humano no desaparecieron con la caída del bloque soviético, como tanto nos han intentado hacer creer; qué la destrucción del muro de Berlín y nuestra justificada obsesión contra las tiranías comunistas nos han hecho perder de vista las otras cadenas a las que nos hemos atado y las otras dictaduras que ahora nos asfixian.
La sociedad en su conjunto no aspira como antaño a comprender los porqués y las causas de realidades sociales, intelectuales, filosóficas y morales de gran complejidad. El hombre de hoy prefiere sintetizar antes que analizar. Esa síntesis es la madre de nuestra frivolidad, y esa ligereza cotidiana amenaza con destruir nuestra cultura humanista. Todo ese embrutecimiento global, ese estado intelectual de la mayor parte de la sociedad que consiste en no querer pensar ni analizar ni discrepar ni debatir ni discernir, es un proceso disfrazado de jovialidad potenciado por un sistema al cual conviene que seamos frívolos y superficiales, y al percibirlo así, la sociedad no opone resistencia a su dominio. El sistema económico actual nos invita a ser felices a toda prisa. ¡No pierdas un minuto! Parecen gritarnos, pero su única oferta para contribuir a la felicidad del hombre es invitarle a consumir de forma frenética y compulsiva para enmascarar su insatisfacción personal. El ser humano del siglo XXI, en comparación al del siglo XVII, por ejemplo, tiene muchas cosas y utiliza muchas más, pero es “menos” porque tan solo otorga importancia al tener y no al ser, y también porque, a diferencia de cualquier hombre del pasado, no desea comprender ni tampoco transformar el mundo. El hombre actual está en crisis porque no posee metas reales, ya que la meta no puede ser, únicamente, poseer y consumir. Se necesita el progreso económico para alcanzar una vida digna, pero una vez alcanzado un mínimo de bienestar material, la felicidad no llegará por el hecho de tener y consumir cada vez más, y ahí está el caso de algunos países ricos con las tasas de suicidio o alcoholismo más altas del mundo.
Esta alienación del hombre de hoy le lleva a percibir la primera de las crisis como la única crisis, ignorando las otras dos que son las realmente determinantes. Pocas personas -más allá del discurso retórico y poco sincero- consideran realmente importante una formación humanística sólida que les lleve a preguntarse por el verdadero sentido de sus vidas; del mismo modo, son pocos los que se preocupan -de forma prioritaria-por tener unas relaciones sociales de calidad o una vida familiar rica; casi ninguno de nosotros procura lecturas profundas que nos conmuevan y que nos lleven a replantearnos las cosas porque ese nuevo planteamiento puede amenazar nuestra estabilidad económica, cuasi sagrada; tampoco la entrega a los demás parece constituir ninguna puerta hacia la felicidad. Son las aspiraciones de la sociedad las que han descendido de forma alarmante, y en este contexto todos tenemos miedo a perder el trabajo, pero casi nadie teme la enajenación sobrevenida del hecho de tener un trabajo, pero no unas metas ni unos ideales. Este es, precisamente, el tipo de persona que requiere nuestro sistema para seguir funcionando: personas de gustos uniformes e influenciables mediante la publicidad; seres humanos que no necesitan reflexionar ni sentir, porque el consumo y el entretenimiento continuo les absorben de forma total; seres fáciles de gobernar porque con su miedo a la inadaptación social serán lo que de ellos se espere sin discrepancias. Este miedo a la inadaptación, sumado a la comodidad, hace que hasta los disidentes estén hoy integrados en el sistema. En ese paraíso del consumo depositamos nuestras esperanzas de ser felices y dichosos, confiando toda esa dicha al mercado. No pasa nada si -con infantil urgencia- no cambiamos de coche cada dos o tres años ni de teléfono móvil cada seis meses, pero el desempleado no se desespera por no «ser», sino por no «tener». Porque la propia presión social nos lleva a vernos y sentirnos como parias si no podemos consumir o si hemos de vivir de las ayudas sociales -que deberían formar parte de nuestro modo de entender un Estado social-, pero nos aplaude y alienta si estamos «integrados» en el mercado. No hay mejor recomendación que la de estar integrado y no hay mejor integración que la de poseer y consumir. En resumen, un individuo hoy perfectamente podrá considerarse un «triunfador» si responde a todas las exigencias del mercado: consumir, poseer, tener un trabajo bien pagado, y, por supuesto, no cuestionar este sistema. El caso contrario será el de un “inadaptado” social. No importa que ese «inadaptado» tenga ideales, conocimientos, sentimientos de solidaridad hacia los demás o amor por el arte, si no consume será considerado un «perdedor».
De esta crisis no saldrá un hombre nuevo porque la misma, aun habiendo arrasado y empobrecido a buena parte de la clase media europea, no ha durado lo suficiente ni ha tenido la intensidad necesaria para modificar los hábitos y las aspiraciones de los pueblos occidentales.
Aquí deberíamos hacer una diferenciación: el consumismo en el mundo actual -aunque reciba permanentes críticas desde el mundo intelectual y desde gran parte de la sociedad- es considerado, incluso, como un valor, aun cuando esto no se reconozca de forma explícita. Ahora bien, la sociedad no suele distinguir entre virtudes y valores. Las virtudes están perfectamente descritas en los clásicos, son inherentes al propio carácter del ser humano y perviven en cualquier circunstancia, aun en las más opresivas, en las cuales el hombre mantiene intacta su capacidad de sentir y de practicar la generosidad, la solidaridad, la valentía, la compasión, el amor, etcétera. Eso explica -entre otros muchos ejemplos de empatía de unos seres humanos hacia otros- los casos de miembros de las SS que durante la Segunda Guerra Mundial sintieron compasión y deseos de ayudar, en circunstancias específicas, a algunos prisioneros de los campos de concentración nazis. Si no lo hicieron fue por miedo, porque proporcionar ayuda les habría costado la vida. Las virtudes, pues, son parte de nuestra esencia, y no existe sistema ni dictadura que pueda arrancarnos nuestra condición de seres humanos. Los valores son otra cosa y tienen más que ver con la aceptación social de unas actitudes. Una misma cuestión, el aborto, por ejemplo, puede ser admitido en sociedades como la española o la francesa, pero tiene un carácter más condenable en países como Irlanda o Polonia. El hombre, por tanto, sólo puede identificarse y ser feliz con lo que en esencia es suyo: las virtudes, o con lo que nace del desarrollo de esas virtudes (la entrega a los demás, la solidaridad hacia quien menos tiene, el crear unas relaciones familiares y de amistad verdaderas y sólidas, el aspirar a construir una sociedad cada vez más justa, etcétera). El sistema actual no nos proporciona felicidad ni desarrollo personal, más bien nos sume, una vez más, en otra noche oscura en la edad del hombre. No podemos menos que envidiar al ser humano de la Ilustración o del Renacimiento porque -con todas sus carencias materiales en comparación a nosotros- en sus inteligentes cavilaciones y nobles aspiraciones era capaz de hallar un sentido a su vida. Fue Viktor Frankl quien dijo: «El interés primordial del hombre no es encontrar el placer o evitar el dolor, sino encontrar un sentido a su vida, razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento adquiera un sentido».
La inmensa mayoría de los rusos que a comienzos del siglo XX llevaron a cabo la Revolución Soviética -que rápidamente se convirtió en una tiranía -eran personas analfabetas: no habían oído hablar jamás de Marx, de Hengels o de Proudhon, pero eran perfectamente conscientes de que sus vidas se desarrollaban en medio de penurias, indignidades, calamidades y carencias de todo tipo; no sabían a ciencia cierta cómo salir de su situación, pero comprendían que la vida merecía ser vivida de otro modo; es cierto que-como en la mayoría de las revoluciones acontecidas a lo largo de la historia -las masas fueron manipuladas para beneficio de unos pocos, y que se sustituyó la tiranía de los Romanov por la de los soviets, pero aquellos hombres sencillos aspiraban a nobles ideales de igualdad y libertad, aunque esos sueños se truncaran como tantas veces a lo largo de los tiempos. A diferencia de ellos, nosotros no percibimos el sinsentido de nuestras vidas.
A lo largo de su trágica e inconclusa historia, el ser humano ha conocido épicos episodios de heroísmo, de entrega a los demás, de generosidad o de aventuras idealistas en busca de la libertad y la prosperidad; en ocasiones, el hombre ha saboreado el sueño de la igualdad, el conocimiento y la razón, pero nunca había escogido de forma voluntaria el ridículo de renunciar a tanta belleza e idealismo en favor de esta única y absurda dimensión consumista.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.