Un buen amigo brasileño que reside en Fortaleza, localidad situada al norte de Brasil, me relató años atrás un episodio particularmente penoso que le tocó vivir en esa ciudad. Resulta que, a unos cincuenta metros de su trabajo, un supermercado, residía un hombre de unos 45 años con el cual había entablado una relación de amistad. El hombre en cuestión era cliente habitual del centro, de manera que, cuando pasaron dos semanas sin que hiciera acto de presencia en la tienda, mi amigo fue personalmente a su vivienda a interesarse por los motivos de su ausencia. La desagradable sorpresa fue saber que el hombre había muerto una semana atrás de forma repentina, pero lo más doloroso fue como se refirió el portero del edificio al fallecido. Cuando mi amigo le dio detalles acerca de este hombre: edad, aspecto físico y nombre de pila, el portero exclamó:” ¡Ah, sí! El maricón del tercero”.

               Esta anécdota resulta, por desgracia, muy ilustrativa respecto a lo que las personas homosexuales padecen día a día. En España, en Brasil y, no nos engañemos, en el mundo entero hay muchos “maricones” del tercero, del quinto o del octavo; también está el “maricón” de la farmacia, el del bar de la esquina, el de la tienda de animales, etcétera. Aunque muy lentamente vamos avanzando, no importa que un homosexual sea una eminencia en su profesión, que contribuya con un trabajo voluntario a la mejora de la sociedad en la que vive, que posea cualidades artísticas, que ame la cultura o que sea un modelo de civismo y respeto por los demás, porque la imagen preponderante acerca de esa persona será siempre la de su sexualidad, una sexualidad a la que la propia sociedad lleva siglos atribuyendo un cierto carácter monstruoso.

        Con este tipo de expresiones,” el maricón del tercero”, pretendemos etiquetar a una persona. No hay forma más eficaz de perjudicar o de beneficiar a alguien desde el punto de vista social que etiquetándole: musulmán, católico, comunista, fascista,” maricón”, etcétera. Cuando etiquetamos a un ser humano estamos despojándole de sus características individuales y diluimos su verdadera identidad-única- en el carácter estereotipado de un grupo concreto. Ese carácter, históricamente, suele ser artificialmente construido con falacias de toda clase por parte de las mayorías y los grupos dominantes. Nada hay para no percibir nuestras propias miserias como atribuir al otro, al diferente, el papel de malo o perverso. Los prejuicios y la ignorancia son dos monstruos insaciables que se alimentan uno a otro y que no encuentran límite a su voracidad.

        Hace unos años, otro amigo, también en Brasil, me hablaba de los continuos episodios de racismo por los que pasan allí las personas negras como él. Es cierto que las personas de raza blanca podemos solidarizarnos con quien sufre esta lacra, podemos empatizar con su padecimiento, podemos rechazar en todos los órdenes de nuestra vida este crimen execrable y odioso, pero no podemos comprender en su totalidad este fenómeno porque no lo hemos experimentado.

        Lo mismo ocurre con la homofobia. El homosexual enfrenta a lo largo de su vida cuatro infiernos que hacen que su existencia sea especialmente insoportable: la incomprensión o el rechazo en el seno familiar, el acoso en la escuela, el acoso en el trabajo y el acoso en el círculo social. Para mí, como heterosexual, es imposible comprender en su totalidad el fenómeno de opresión y de no-desarrollo al que la sociedad, con sus mil y un mecanismos de subyugación, acaba conduciendo a las personas que pertenecen a este colectivo. En muchos lugares del mundo, el hecho de que dos personas del mismo sexo paseen en público cogidos de la mano se convierte en un acto heroico; pero, incluso en países como España, que han sido pioneros en el respeto a los derechos de la comunidad LGTB y en la creación de un marco jurídico que proteja a este colectivo, se miraría cuando menos con asombro, por ejemplo, que un joven cediera su asiento en el autobús a otro joven por pura galantería. Cuando el mismo hecho lo protagonizan un chico y una chica nadie presta la menor atención o se mira este gesto con simpatía. Eso es opresión, aunque la sociedad no quiera verlo ni reconocerlo, como también es opresión que un homosexual no pueda (principalmente en círculos heterosexuales) hacer comentarios acerca del atractivo de otro hombre porque la sociedad exige al homosexual recato en sus manifestaciones afectivas; como es opresión que deban declarar su sexualidad de forma explícita, principalmente a sus amistades más próximas; como es opresión esa suerte de “deber”(una intolerable “obligación”) en que, últimamente, se está convirtiendo el “salir del armario”; como son opresivas tantas y tantas cuestiones que los heterosexuales no podemos siquiera intuir porque nuestras vivencias son otras. ¿Hasta qué punto un varón puede entender en su totalidad un embarazo?

        Decía Kennedy que “No se puede legislar dentro del corazón de las personas”. Algunos de los mecanismos de opresión que la sociedad practica hacia el colectivo LGTB son legales, otros no, pero todos son inmorales. Por eso, incluso en el caso de que se creen marcos jurídicos que otorguen derechos a personas que no los tenían, lo que realmente resulta más difícil es luchar contra los prejuicios de las mayorías. Las consecuencias de esta brutal opresión suelen ser graves trastornos psicológicos; sentimientos permanentes de vejación, humillación y burla; alienación; aislamiento; sentimientos de culpabilidad; frustración de los propios anhelos y deseos, e, incluso, suicidio.

        No conozco un solo caso de un heterosexual que tenga conflictos de personalidad derivados de su condición sexual. Porque el problema no es ser homosexual, sino serlo en una sociedad profundamente intolerante como la nuestra. Sí, intolerante, por mucho que quiera disfrazarse de progresista y liberal. Por cierto, que tampoco conozco casos de homosexuales que lo sean por decisión propia. La condición sexual no es algo que se escoja, del mismo modo que nadie elige a su familia ni su lugar de nacimiento. No creo que nadie pueda elegir libremente algo que sabe que, indefectiblemente, le conducirá al sufrimiento y a padecer toda clase de injusticias y discriminaciones.

        El hecho de que un homosexual declare su condición en su lugar de trabajo, por ejemplo, cambia por entero sus relaciones personales con sus compañeros. Esto puede extrapolarse a su círculo social y no digamos al familiar, por eso hablaba antes de los “cuatro infiernos”. Porque al final nos encontramos ante un problema de derechos humanos de primer orden: un problema causado porque el hetero-patriarcado, violento por definición, desea perpetuarse por medio de la educación. Al final, los mismos hombres (no son tan pocos como parecen, lo que ocurre, más bien, es que son perfectamente conscientes de que está mal visto declarar su militancia de forma abierta) que nunca han visto con buenos ojos que la mujer se emancipe y sea realmente libre, también aborrecen la idea de un hombre diferente a lo que ellos son y representan. El viejo e indisimulado odio hacia cualquier clase de disidencia, en fin.

        Paradójicamente, las mismas normas no escritas que de forma asfixiante oprimen al colectivo homosexual, tienen un efecto pernicioso en el mundo heterosexual masculino. Pongamos un ejemplo: la genitalidad es diferente de la sexualidad, por esta razón, un hombre heterosexual podría reconocer la belleza en otro hombre sin que esto signifique que se sienta atraído por él. Pero la inmensa mayoría de los hombres heterosexuales nunca elogiaría la hermosura o la elegancia de otro hombre en público por el pánico a ser etiquetado como homosexual. Este hecho, por el contrario, sí es frecuente entre las mujeres, sin que un comentario de esta naturaleza tenga mayor trascendencia. Del mismo modo y por idénticas razones-la presión social-en determinados ambientes masculinos, el mundo militar, sin ir más lejos, no está bien visto que a un hombre le apasione la poesía o que se muestre sensible hasta las lágrimas ante el dolor ajeno o que se muestre partidario, ante un problema social, de medidas que revelen compasión hacia los demás, en contraposición a medidas que demuestren “carácter”. El hombre heterosexual cercena así su parte femenina al equiparar sensibilidad a debilidad y empobrece su vida sin percibir las cadenas con las que la sociedad le aprisiona.

               Desde el punto de vista antropológico, aunque el varón lleve siglos viviendo de esta forma impostada, no deja de ser un hombre amputado respecto de su carácter femenino que, en esencia, no es otra cosa que su carácter humano. No existen virtudes morales específicamente masculinas o femeninas, sino prejuicios que fomentan e inculcan en mujeres y hombres un determinado carácter de género previamente construido. En definitiva, ese hombre amputado, mientras no identifique, comprenda y luche contra todos los condicionamientos culturales que le restan libertad, estará condenado a ser un hombre incompleto. 


        Lo que ha ocurrido en Orlando es consecuencia de la homofobia, claro que sí, un crimen de odio, uno más en este mundo de locura y sinrazón, porque todo comienza en la infancia (como el machismo o el racismo) y en cómo nos hacen ver y asumir como indiscutibles las estructuras de una sociedad que en realidad tiene rotos en todas sus costuras. Las grandes sociedades generan odios de todo tipo y también insensibilidad. Para cambiar este orden, tan viejo como injusto, hacen falta personas que sumen y no gentes que dividan. Falta amor y sobran fobias. Antes de colocar en el muro de Facebook el “pray for Orlando”, prefiero reflexionar sobre mi papel en este conflicto y saber si estoy más cerca del inquisidor o del oprimido.

        Las semillas de las sequoias, los árboles más grandes del mundo, apenas miden 3 milímetros, pero albergan titanes que medirán más de cien metros. Todo lo que es grande comenzó siendo pequeño. Todo empieza en esas risitas que dedicamos a los homosexuales que van de la mano; en los comentarios hirientes y cobardes que, amparados en la protección del grupo, brindamos al diferente; en el inmisericorde juicio (sutil o no) hacia aquel que amenace con salirse de la norma; en las preguntas inquisidoras y mordaces acerca de aspectos que atañen a lo más íntimo de su privacidad, etcétera.

        Lo ocurrido en Orlando ha sido una tragedia llamativa desde el punto de vista mediático porque cincuenta personas han sido asesinadas por su condición sexual, pero más grave es el infierno cotidiano al que, en silencio, se enfrentan millones de homosexuales día tras día en un mundo hostil que no les acepta ni les respeta.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.