La propaganda neoliberal difunde las mismas consignas en todo el planeta, una de ellas dice que las empresas no sobrevivirán por su buena gestión, sino por su tamaño, de manera que el discurso favorable a las fusiones, aliado con el miedo a la desaparición de los gestores de empresas pequeñas y medianas, acaba encontrando partidarios entre los dirigentes de las grandes empresas y también de muchas de las medianas. La inmensa mayoría de los trabajadores de Portland General Electric Company jamás habían oído hablar de Enron, pero nada de eso importaba. Al comprar la empresa eléctrica, Enron poseía legalmente todas las acciones y toda la libertad para diseñar la nueva estrategia de mercado. Los trabajadores de PGE pensaron que ganarían dinero si adquirían acciones de Enron, una empresa considerada por todo el sistema como modélica, de manera que muchos de ellos compraron todo lo que pudieron, incluyendo la operación del traslado de su plan de pensiones al gigante energético. Este tipo de operaciones son posibles en la economía financiera por la falta de control y de normativa regulatoria que podría evitar fraudes de este tipo. Cierto es que estos movimientos, como antes comentaba, estaban respaldados por la opinión favorable de la mayor parte de los analistas de Wall Street, que confiaban en los informes proporcionados por la auditora Arthur Andersen y por los propios directivos de Enron, que llevaban a cabo de forma permanente una extraordinaria operación de propaganda. De hecho, la presión de los directivos de Enron hacia los analistas era tan fuerte que John Olson, uno de los principales analistas de Merrill Lynch fue despedido de su empresa cuando en esta auditora recibieron indicaciones bastante explícitas de parte de Andrew Fastow, director de finanzas de Enron: “O buscas a alguien que esté con nosotros y recomiende la compra o dejamos de hacer negocios contigo”. Merrill Lynch expulsó a John Olson y Enron la recompensó con dos negocios de inversión de 50 millones de dólares. Posteriormente, examinando los correos internos de Merrill Lynch se supo que analistas de la empresa comentaban en tono burlesco que el valor real de las acciones de Enron que ellos mismos recomendaban a los inversores, entre los cuales también había pequeños ahorradores, era prácticamente nulo.

Hay que recordar que el valor de las acciones de Enron sufrió una brutal caída desde los 82 dólares a menos de un dólar. Aunque las acciones de Enron no dejaban de subir en la bolsa, la compañía no paraba de perder dinero en la realidad. Fue entonces cuando el presidente, Jeffrey Skilling, decidió entrar en el mercado de banda ancha. Corría el año 2000 cuando la empresa se asoció con Blockbuster para vender películas a través de Internet en lo que resultó ser una operación ruinosa, pese a ser publicitada a través de los medios de comunicación como un movimiento vanguardista y genial. Esta operación captó de inmediato la atención de los analistas de Wall Street, que comenzaron a recomendar la compra de acciones de Enron. Las participaciones de la compañía se dispararon hasta alcanzar una subida de un 34% en tan solo dos días. Desde Enron, se aseguraba que la tecnología que se necesitaba para proporcionar las películas de Blockbuster estaría lista a finales del año 2000, pero lo cierto es que existían problemas tecnológicos de alcance que impedían llevar adelante el proyecto, de manera que el negocio se desmoronó. Gracias al artificio del sistema creado a medida de Enron, el Sistema de Valoración de Inversiones a Precios de Mercado, la compañía pudo frenar el temporal utilizando las proyecciones futuras con el fin de reservar 53 millones de dólares en concepto de ingresos para contabilizar en un negocio que no generó un solo dólar de beneficio para la compañía. Pero a finales del año 2000, la desesperación cundió entre los directivos de Enron, que sabían que la quiebra de la empresa era solo cuestión de meses. Muchos de ellos, conscientes de que no podían ocultar el fracaso de la operación con Blockbuster durante más tiempo, comenzaron a vender acciones. Kenneth Lay, fundador de la compañía, ganó 300 millones de dólares con la venta de sus participaciones; Clifford Buxter, vicepresidente de Enron ganó 35 millones; y Jeffrey Skilling, presidente de la empresa, ganó 200 millones.

Como antes comentábamos, entre 1997 y 2001 se produjo un aumento exponencial en el valor accionarial de la mayor parte de las empresas vinculadas a Internet. Finalmente, algunas de estas compañías protagonizaron también espectaculares situaciones de quiebra. El dinero procedente de algunos fondos buitre, siempre al olor del desastre económico, salió de muchas grandes empresas y buscó un nuevo nicho de negocio. En este contexto, Enron aún parecía ser un valor seguro: en el año 2000, sus acciones habían subido nada menos que un 90% y en 1999 lo habían hecho en un 50%. En realidad, buena parte del sistema conspiró junto a los directivos de Enron para inflar el valor real de la empresa, como lo demuestra la aceptación de Alan Greespan, entonces presidente de la Reserva Federal estadounidense, del premio Enron, concedido por el Instituto James A. Baker III, un laboratorio de pensamiento dirigido por James Baker, secretario de Estado con George Bush padre. La revista Fortune definió siempre a la compañía como un valor en alza y un ejemplo en innovación y buena gestión. No sabemos cuáles eran los criterios utilizados por el sistema estadounidense para que todos los estamentos confiasen en una empresa dedicada a la estafa masiva como Enron, pero el caso es que todo esto sucedió hace menos de 20 años. El sistema permite este tipo de excesos y hasta se muestra connivente con ellos. Después, los tribunales sancionan estos comportamientos con cantidades que no suelen servir como una forma de disuasión para evitar futuras malas prácticas y nos hacen creer que vivimos bajo su cielo protector.

La periodista Bethany Mclean, de la revista Fortune comenzó a investigar a Enron y tuvo una tensa conversación telefónica con Jeffrey Skilling, el presidente de la compañía. Bethany Mclean no era partidaria de otorgar credibilidad sin más a ninguna empresa por importante que esta fuese, ni mucho menos de creer a pies juntillas en lo que entre los grandes analistas de EE. UU. parecía ser un dogma de fe no respaldado por dato objetivo alguno: la solvencia de Enron. De manera que la señora Mclean interrogó a Jeffrey Skilling acerca de una serie de cuestiones específicas que fueron respondidas con vaguedades y evasivas por parte del presidente de Enron, lo que la hizo sospechar aún más de que detrás de esa fachada de solidez de la compañía solo había en realidad pérdidas y, lo que es más grave, ocultación de irregularidades de todo tipo relacionadas con la gestión. Días después, Andrew Fastow, director de finanzas de Enron, acompañado de otros dos directivos de la empresa viajaron a Nueva York para entrevistarse con la señora Mclean. Fastow se mostró especialmente interesado en que su imagen no saliera mal parada. En realidad, este ejecutivo dirigía varias sociedades estrechamente relacionadas con Enron. De resultas de esta reunión, Mclean redactó un artículo titulado “¿Está Enron sobrevalorada?” Aunque el artículo publicado en Fortune era crítico, la propia Bethany Mclean reconoció tiempo después haber pecado de “candidez”, pero lo hizo por falta de información. Skilling respondió al reportaje diciendo que las conclusiones a las que llegaba Mclean eran producto de la competencia entre los medios, ya que la revista Bussinessweek había publicado un informe favorable a Enron semanas antes.

Como director de finanzas de Enron, Andrew Fastow se consagró en cuerpo y alma a maquillar los resultados de la compañía y a diseñar el enorme fraude. Aunque la empresa perdía ingresos año tras año, esto no se reflejaba en sus balances. La herramienta para esta ocultación eran las llamadas Finanzas Estructuradas. Este instrumento permitía a Fastow mantener al alza el precio de la acción a la vez que ocultaba la pavorosa deuda de la entidad, que ascendía a más de 30.000 millones de dólares de la época. Fastow creó cientos de empresas que sirvieron para mantener el valor ficticio de las acciones de Enron. De cara a los inversores exteriores, el dinero no cesaba de entrar, pero el fraude estribaba en que Enron escondía la deuda en las nuevas compañías creadas por Fastow. De entre todas las compañías de Andrew Fastow, LJM resultó ser la herramienta más sofisticada y compleja. LJM permitió a Fastow la “creación” de 45 millones de dólares para sí mismo. Poco después de la quiebra de Enron, Fastow vendió LJM a unos banqueros de Merrill Lynch. En un vídeo que salió a la luz poco después, podemos ver al director de finanzas de Enron dirigiéndose a este selecto grupo de directivos de banca alabando las ventajas de realizar una inversión en una empresa que únicamente compraba activos de Enron. Con perspectivas de ganancias cercanas al 2.000%, al menos 96 banqueros a título individual realizaron inversiones en LJM. Algunos de entre los más grandes bancos de Estados Unidos invirtieron hasta 25 millones de dólares: JP Morgan Chase, Credit Suisse Boston, Citibank o Deutsche Bank. Todos ellos sabían que al invertir en la operación tendrían acceso a información privilegiada al ser Andrew Fastow director de finanzas de Enron y a la vez propietario de LJM. Los correos electrónicos examinados en la investigación judicial nos dejan pocas dudas y en ellos se explica de forma meridianamente clara que para los directivos de Enron esconder la deuda era una cuestión prioritaria para mantener el engaño en el tiempo. En general, la historia del fraude de Enron no podría entenderse si no examinamos la ausencia casi total de transparencia que caracterizó la actividad del gigante energético durante los 16 años que operó en el mercado estadounidense y las arriesgadas prácticas financieras de la economía especulativa.

Desde su posición de dominio del mercado eléctrico de California, los directivos de Enron planearon de forma minuciosa una estrategia tan peligrosa como miserable. A finales del año 2000, un año antes de la quiebra de Enron, una serie de apagones tuvieron lugar en algunas de las principales ciudades californianas: San Francisco, Beverly Hills, Sacramento, San Diego y Long Beach. Al mismo tiempo, el precio de la energía comenzó a aumentar de forma desmesurada. Informes posteriores demostraron que Enron creaba de forma artificial excesos de demanda que después resolvía con el fin de embolsarse sumas extraordinarias. Desde el centro de gestión de Enron, las diferentes operaciones recibían nombres en clave para crear y resolver las crisis de demanda energética en las que los derechos e intereses de los ciudadanos se subordinaban por completo a los intereses de la compañía, que consistían, únicamente, en ingresar dinero a cualquier precio. Cualquier práctica que generase beneficios, incluso las que tuvieran un carácter profundamente inmoral, era bendecida con entusiasmo por los gestores de la compañía. Entre las estrategias utilizadas estaba la de comprar electricidad en California al precio máximo fijado, que en aquel entonces era de 250 dólares el megavatio/hora, posteriormente se vendía en el exterior quintuplicando el precio. Los abogados de Enron admitieron que “tales exportaciones pueden haber contribuido a la declaración del estado de emergencia 2”, uno de los que se adoptaban para minimizar los efectos de los apagones. También se producía otro fraude que consistía en comprar en el mercado de California electricidad que después se vendía fuera y se volvía a adquirir y revender al estado californiano como energía procedente del exterior a precios mayores a los fijados para la electricidad producida en California. Los operadores de Enron estudiaban minuciosamente el mapa californiano para aprovechar los vacíos legales que les permitieran manipular los cortes de suministro y aumentar el precio de la electricidad. Los propios operadores reconocían haber sobrexplotado la línea de transmisión sobre la cual tenían los derechos legales con el fin de que los administradores públicos de California pagasen más dinero por el servicio eléctrico. Los operadores también comprendieron rápidamente que, cerrando temporalmente las centrales eléctricas, generarían un problema de escasez que les daría más beneficios. A cambio de estas prácticas delictivas recibían primas multimillonarias.

La crisis energética-o lo que es lo mismo en este caso específico, la desregulación y la falta de controles-le costó al erario californiano la increíble cifra de 30.000 millones de dólares al multiplicarse por diez los precios de la energía. Desde Enron no se admitía culpa alguna, al contrario, sus directivos insistían una y otra vez que el mercado eléctrico de California debía sus problemas a la abundancia de regulación y que todo se resolvería en un mercado sin normas de ninguna clase. Una de las características del neoliberalismo es la infiltración de sus miembros en todos los estamentos de poder de la sociedad: para que este proceso sea posible, es fundamental que el movimiento se apropie de la legitimidad intelectual con el fin de que su voz sea la única en ser escuchada. Mediante la financiación de estudios y análisis subvencionados, el movimiento neoliberal se va adueñando del discurso oficial y “experto” en todos los ámbitos de la economía. Los grandes emporios financieros defienden ferozmente esta corriente de pensamiento, de manera que los informes más publicitados por los grandes medios-repletos de periodistas afines al neoliberalismo- son aquellos que promueven una disminución del tamaño del Estado, una menor regulación y un aumento del papel de las grandes empresas en la economía. Además, el neoliberalismo ha colocado a sus defensores en los principales laboratorios de ideas y en los ministerios claves de los países occidentales: Economía, Hacienda, Obras Públicas, etcétera. El movimiento impregna también la enseñanza universitaria, un proceso que va en constante aumento desde el advenimiento del grupo neoliberal de la Universidad de Chicago, capitaneado por Milton Friedman en los años cincuenta del pasado siglo. Una vez conseguida la supremacía intelectual, el neoliberalismo tan solo ha de esperar a que su discurso penetre en todos los rincones de nuestra sociedad hasta que sea aceptado por todos como algo inevitable. El triunfo del neoliberalismo es total cuando las clases medias y bajas repiten sin pestañear el discurso de las clases dominantes. El único límite que pueden encontrar las grandes corporaciones es el poder de las leyes y de una regulación que controle sus actividades, de manera que el sueño neoliberal se materializa cuando consiguen colocar a uno de los suyos en un puesto de control y regulación. Eso fue lo que sucedió cuando la Comisión Federal Reguladora de Energía (FERC), la entidad federal que regula el suministro de energía en EE. UU. declinó intervenir en la crisis californiana. Patrick Wood era el director de este organismo y, sorprendentemente, había llegado al mismo recomendado por el fundador de Enron, Kenneth Lay. Finalmente, el Senado estadounidense obligó a la FERC a regular el mercado californiano imponiendo de nuevo el precio de la energía.

Al inicio del verano del año 2001, las acciones de Enron comenzaron a bajar al calor de rumores de todo tipo acerca de las prácticas de sus directivos y del deficiente funcionamiento de la empresa. El 14 de agosto de 2001, Jeffrey Skilling abandonó Enron consciente de que el fraude iba a ser descubierto. Tras su marcha, Kenneth Lay asumió de nuevo el mando de la compañía en un giro que esperó que recondujera las cosas, pero ya era demasiado tarde para eso. La Comisión de Valores y Bolsas de Estados unidos comenzó a investigar a Enron después de un reportaje del Wall Street Journal en el que se revelaban distintas operaciones de carácter dudoso de Andrew Fastow, el director de finanzas. Tras conocerse el inicio de la investigación, Enron anunció ajustes económicos y los inversores comenzaron a temer que las enormes ganancias predichas por el Sistema de Valoración de Inversiones de la compañía no fueran, en la realidad, más que una invención de los gestores del gigante energético. Pese a ello, una y otra vez Kenneth Lay comparecía para perseverar en su discurso plagado de falsedades y engaños. El 24 de octubre de 2001, Kenneth Lay declaró confiar en el trabajo honesto de Andrew Fastow, pero un día después, Fastow fue despedido tras confesar que había ganado más de 45 millones de dólares a través de su sociedad LJM. En las semanas siguientes, Lay trató de culpar de todo el escándalo de la compañía a Fastow, pero lo cierto es que gran parte del sistema estadounidense estaba implicado en el mismo. Además, después de la investigación judicial que condenó a los máximos responsables de Enron, no existe duda alguna de que no solo conocían las actividades fraudulentas y delictivas de Fastow, sino que las promovieron con el fin de aumentar el valor en bolsa de la compañía. Finalmente, el 2 de diciembre de 2001, Enron se declaró en quiebra. Durante los meses anteriores a la bancarrota, varios ejecutivos de la compañía obtuvieron nada más y nada menos que alrededor de 1.000 millones de dólares por la venta de acciones gracias a información privilegiada, mientras los empleados de la compañía veían como sus planes de pensiones se devaluaban hasta quedarse sin fondos. Hasta pocos días antes de la quiebra de Enron, desde Wall Street se definía a la compañía como un valor seguro en el que invertir y confiar.

En definitiva, el escándalo de Enron fue posible por la falta de regulación y por la extrema sofisticación y complejidad de determinados productos financieros, que no están sujetos a las mismas normas y leyes que regulan la economía real. Muchas prácticas habituales entre los grandes bancos eran novedosas en el mercado energético en el cual operaba Enron, que en realidad trabajaba con sus propias normas gracias a excepciones otorgadas por el Gobierno de los Estados Unidos a través de la presidenta de la Comisión para la Transacción de Productos y Futuros (un órgano regulador que debería haber vigilado las operaciones de Enron), Wendy Gramm. Con estas concesiones, la empresa no tenía necesidad de obtener una licencia para operar con valores, ni tampoco debía registrarse en la SEC, la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos. En realidad, la empresa ni siquiera debería ajustarse a las reglas de la Bolsa de Valores de Nueva York, ni informar siquiera de cuánto dinero en efectivo estaba utilizando para respaldar sus operaciones, algo inaudito para el mundo financiero. Enron podía establecer sus propios estándares para las operaciones con productos derivados, lo que, de hecho, le permitía convertirse en juez y parte dentro de estos mercados. En el año 2000 fue aprobada una ley que reforzaba la exención de que gozaba Enron, que permitía a la compañía no ser supervisada en sus operaciones en el mercado de derivados. Esta ley fue especialmente promovida por el senador Phil Gramm, esposo de Wendy Gramm. La financiarización de la economía, que promueve que las ganancias derivadas de la especulación sean mayores que las procedentes de la economía productiva, es el contexto que permite que en apenas 24 días una empresa con un valor de 70.000 millones de dólares pase a valer poco más de 100 millones.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.