En el contexto de los enormes cambios que se han producido en la economía en los últimos cuarenta años, caracterizados por un aumento del dominio y las actividades de la banca de inversión y una disminución del peso del Estado en casi todos los países del mundo, el poder económico y buena parte de la prensa nos explican que el incremento del precio de los alimentos es casi tan inevitable como un accidente meteorológico y no producto de décadas de desregulación en ámbitos que afectan directamente a los derechos humanos. Esa ausencia de normas se une al hecho de que existen varios gigantes que comercializan con materias primas, cuya capacidad para influir en los precios y el suministro de toda clase de productos es innegable. Si bien es cierto que la guerra de Ucrania es de por sí un factor independiente de desestabilización y encarecimiento de los precios, no lo es menos que el actual sistema económico da lugar a que en tiempos de crisis los grandes emporios hagan negocio ¡y de qué forma! Con la miseria y el dolor. Eventos de todo tipo, ya sean naturales o provocados por el hombre, son aprovechados por un selectísimo grupo de multinacionales y grandes fondos de inversión para enriquecerse aún más utilizando prácticas como la especulación o el acaparamiento, que aumentan el precio de los alimentos básicos y otros artículos. Como hemos podido comprender tras años de contumaces políticas neoliberales, en el mundo de la economía especulativa todo es susceptible de ser comprado o vendido, sin que a sus responsables les importen las desastrosas consecuencias sociales que genera su modelo de negocio.

 

1-La regulación en los mercados alimentarios de Estados Unidos. Prácticas especulativas en el mercado de las materias primas. Los casos del aluminio y el cobre en Estados Unidos y el acaparamiento de tierras en África por parte de los fondos de inversión:

 

 

La regulación en los mercados alimentarios de Estados Unidos:

Hace más de cien años, a comienzos de la década de 1920, ya se habían producido fuertes protestas por parte de los agricultores de Estados Unidos por su falta de participación en el mercado como agentes con capacidad de influir en los precios de los productos. Este descontento nació durante la Primera Guerra Mundial, cuando se supo que Cargill, fundada en 1865, había obtenido los beneficios más altos de su historia en medio de una serie extraordinaria de fluctuaciones de precios siempre al alza. Esa especulación marcó la década de 1920 a 1930, y los productores trataron de frenarla mediante el control de la producción y venta. La situación alcanzó tal gravedad que la Administración del republicano Calvin Coolidge puso sobre la mesa la intervención de las cinco principales empresas de venta de granos, cuyo negocio ya superaba en aquel entonces los 1.000 millones de dólares anuales. Entre 1922 y 1936, los diferentes gobiernos estadounidenses tomaron decisiones cruciales para regular el sector de los mercados de futuros con el fin de encorsetar las acciones de los especuladores, que habían dado lugar al crac de 1929, con consecuencias dramáticas para la sociedad y la economía. Según datos de la Reserva Federal, como consecuencia directa de la Gran Depresión, unos 9.000 bancos cerraron en el período 1929-1936; el PIB retrocedió un 30%; la tasa de paro pasó del 4% al 25%; mientras que la Bolsa perdió un tercio de su valor y tardó una década en recuperarse. Aunque algunas prácticas especulativas se legalizaron al pasar a ser de “interés público”, su margen para afectar a la economía se limitó enormemente con un conjunto de normas rígido y claro. En 1936, la recién aprobada Commodity Exchange Act, fijó un límite sobre el número de contratos que un solo agente podía vender, lo que supuso un freno a las actividades especulativas porque los grandes especuladores perdieron capacidad de manipular el mercado, que se convirtió en un espacio más equitativo y equilibrado para todos los participantes. En cualquier caso, debemos decir que casi toda la legislación en la época de Franklin Delano Roosevelt se aplicó más al especulador que al resto de los miembros que participaban en la cadena de comercialización de alimentos.

Tres años antes, en 1933, el Gobierno de Roosevelt había aprobado la Ley de Ajuste Agrícola, iniciando una política agraria consistente en una reducción de la producción a cambio de subvenciones a los agricultores. Esta ley estableció un control de la oferta en los mercados, fijando cuotas de producción y almacenamiento público y se crearon los primeros seguros públicos frente a los precios. La nueva disposición impuso restricciones de venta y se financiaron los pagos a los agricultores mediante un impuesto a los intermediarios. Algunos de los productos agrícolas incluidos en la nueva ley eran el algodón, el arroz, el maíz, el tabaco y el trigo. Uno de los objetivos de la ley fue recuperar el poder adquisitivo de los agricultores durante el período 1910-1914, cuando la economía especulativa aún no había hecho estragos en los mercados y el valor de las materias primas era parejo al de los bienes y servicios. Cuando la ley fue aprobada por el Congreso estadounidense, los agricultores ya esperaban sus cosechas y, para evitar un año de producción excesiva, Henry Wallace, secretario de Agricultura entre 1933 y 1940 y vicepresidente de la Administración Roosevelt entre 1941 y 1945, ordenó el sacrificio de millones de cerdos y la destrucción de parte de las cosechas de algodón, maíz y trigo, con el fin de que los agricultores puntuasen para obtener las subvenciones. Pese a que la economía de los agricultores mejoró gracias a los nuevos subsidios, el precio de los alimentos subió en el contexto de la terrible crisis que había comenzado en 1929. A cambio de este conjunto de políticas de ayuda, las cooperativas de agricultores aceptaron un cierto margen de especulación en los mercados de futuros, rebajando parte de sus reivindicaciones. La Ley de Ajuste Agrícola fue derogada en 1936 por la Corte Suprema, tan solo tres años después de su aprobación.

El marco institucional y jurídico aprobado en Estados Unidos en los años treinta se caracterizó por la abundancia de normas regulatorias, no solo en los mercados agrícolas, también en los financieros, y se mantuvo inmutable durante cinco décadas, respetando el viejo espíritu del New Deal. Fue en el período final de la Administración Carter cuando comenzó una lenta pero continua modificación de las leyes de control que durante años habían limitado las actividades de los grandes inversores. Esta erosión del marco jurídico dio lugar a un espacio legal escasamente regulado en el que comenzaron a desenvolverse bancos, fondos de inversión y multinacionales de increíble tamaño de las que luego hablaremos. Este proceso se aceleró sobremanera en la Administración Reagan y no es más que la consecuencia derivada de las posiciones ideológicas no solo del presidente, sino de todas las personas que le rodeaban, que percibían al Estado como un problema y al libre mercado como la única garantía de creación de riqueza.

Desde mediados de los años ochenta del pasado siglo XX, el Banco Mundial ha defendido la liberalización de los mercados agrícolas mediante la eliminación de las barreras arancelarias y la anulación de las políticas nacionales destinadas a controlar el precio de los alimentos y productos básicos, fomentando en todo momento la vieja idea neoliberal que dice que, en ausencia de regulación, la economía crea sus propias leyes de mercado que garantizan que se corrija cualquier desajuste, mientras que la intervención del Estado solo generará distorsiones e inestabilidad. Pero los datos de la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo desmienten: durante los últimos 35 años ha aumentado la inestabilidad de los precios (no solo en forma de inflación, también en la llamada volatilidad), un factor que ha hecho que los grandes fondos de inversión inviertan cada vez más en este sector porque su política de negocio es apostar por prácticas fuertemente especulativas, que son las que producen mayores ganancias.

En 1991 se produjo un primer e inquietante movimiento de los especuladores en el mercado de las materias primas. Lo protagonizó Goldman Sachs, que comenzó a invertir de forma masiva en materias primas y productos básicos a través del Goldman Sachs Commodity Index (GSCI, por sus siglas en inglés), un índice creado para invertir directamente en el precio de las materias primas como si fueran acciones que cotizan en bolsa. Esto no solo marcó un primer paso en la distorsión de los precios, sino que supuso el inicio de una nueva era no solo en los mercados de las materias primas, sino en la totalidad de los ámbitos de la economía, que sufrieron una invasión de nuevos actores de extraordinaria capacidad de compra con los que fue imposible competir. En febrero de 2007, Standar&Poors adquirió este índice junto a otros dos indicadores menores y pasó a denominarse S&P GSCI. Junto con el Dow Jones Commodity Index (DJCI) es la referencia más utilizada para seguir en tiempo real el precio de las materias primas. El índice S&P GSCI está compuesto por 24 futuros financieros de materias primas clasificadas en cinco sectores: energía (crudo, refinados y gas natural); metales industriales (aluminio, cobre, zinc, níquel y plomo); metales preciosos (oro, plata y platino); agricultura (trigo, maíz, soja, café, azúcar, cacao y algodón); y ganadería (cerdo y vacuno). Otros índices dedicados a replicar en tiempo real el precio de las materias primas son: el Credit Suisse Commodity Benchmark Index, el Rogers International Commodities Index y el Bloomberg Commodity Total Return Index. Inexplicablemente, el mismo año en que Goldman Sachs creó el índice GSCI, la entidad fue eximida de las limitaciones y controles que regían para el resto de los especuladores en el mercado de las materias primas.

 

Prácticas especulativas en el mercado de las materias primas. Los casos del aluminio y el cobre en Estados Unidos y el acaparamiento de tierras en África por parte de los fondos de inversión:

Hubo que esperar al final del siglo XX, poco después de la explosión, en el año 2000, de la llamada “burbuja de las puntocom” (las nuevas empresas tecnológicas que empezaron a cotizar en las bolsas estadounidenses a finales de los años noventa), para ver cómo gran parte del dinero de la banca de inversión que abandonaba ese sector buscaba refugio en el mercado de las materias primas. Esta tendencia se vio reforzada en Europa y Estados Unidos durante la crisis financiera de 2007-2008, tras el derrumbe del mercado inmobiliario y crediticio. Estudiar los mercados estadounidenses en los cuales se negocian los precios mundiales de las materias primas resulta esencial para entender la desmesurada escalada de precios de algunos alimentos en el período 2001-2008. Es posible que ese incremento de muchos productos básicos apenas nos afecte como ciudadanos de naciones opulentas del Primer Mundo, pero el hecho es que la especulación con materias primas de la industria alimentaria produjo la muerte por inanición en millones de personas y un aumento del hambre a nivel planetario durante ese período. Según datos de la FAO, “el índice de los precios de los productos alimentarios pasó de 139 a 219 entre febrero de 2007 y febrero de 2008. Los incrementos más altos se dieron en los cereales (índice 152 a 281) y los productos lácteos (índice 176 a 278)”. El precio del trigo se multiplicó por ocho, alcanzando “los 400 dólares la tonelada en abril de 2008, el doble respecto al año anterior, mientras unos años antes había rondado los 50 dólares por tonelada”. En el caso de un país pobre como Tailandia, el arroz pasó de 250 a 1.000 dólares por tonelada entre 2007 y 2008, el mayor aumento en diez años. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio Y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), entre 2011 y 2013 los precios de los alimentos se incrementaron un 79% respecto al período alcista de 2003-2008.

Jean Ziegler, relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación, explicaba en 2013 las razones del aumento del precio de los alimentos: “Varios factores son el origen del aumento de los precios de los productos alimentarios de base en 2008: el incremento de la demanda global de biocarburantes, la sequía y, por consiguiente, las malas cosechas en algunas regiones, el nivel más bajo de las reservas mundiales de cereales en treinta años, el aumento de la demanda de carne y, por lo tanto, de cereales por parte de los países emergentes, el elevado precio del petróleo y, sobre todo, la especulación. Después de la implosión de los mercados financieros, causada por ellos mismos a través de sus peligrosas prácticas de riesgo, los fondos de inversión migraron a los mercados de materias primas, sobre todo a los mercados agroalimentarios. La llegada de los fondos especulativos al mercado agrícola, como era de esperar, no trajo nada bueno, al contrario, se produjo el mismo aumento en la volatilidad que se produce en todo mercado atacado por la economía especulativa. Tan solo en París, el número de contratos ligados al trigo pasó de 210.000 a 970.000 en el período 2005-2007”.

Los informes de la FAO en este sentido son concluyentes y revelan el verdadero carácter depredador de la economía especulativa: solo el 2% de los contratos a plazo relativos a alimentos terminan en la entrega real de una mercancía, el 98% restante es sometido a una constante especulación. Algo parecido sucede en el mercado de futuros de los metales, que fueron creados en un principio para evitar el riesgo de un aumento brusco de los precios, pero que ahora son espacios donde se mueven los grandes actores de la economía especulativa, lo que hace que la mayor parte de los contratos negociados nunca se entreguen, aunque la totalidad de operaciones se llevan a cabo con el aval de un metal que sí existe. Esto no significa que la mercancía no pueda ser entregada, pero las estadísticas dicen que solo el 1% de las transacciones terminan en una entrega. Estos escandalosos porcentajes no son irrelevantes, al contrario, evidencian las increíbles transformaciones producidas en la economía desde los años ochenta. Esos cambios se caracterizan por una extrema liberalización de todos los sectores de la economía, por la privatización de las empresas públicas de los países más avanzados y por el dominio del capital financiero por encima del capital que determina las actividades de la economía productiva, fenómeno que tiene lugar a escala mundial y está protagonizado por grandes fondos de inversión de dimensiones inquietantes por su capacidad de arrastrar a una crisis a todo el sistema económico.

Un nivel de especulación tan extremo es la prueba de que son los intercambios financieros, y no los de bienes y servicios (la economía real), los que producen mayores beneficios. Un informe interno de Goldman Sachs de 2011 decía que las prácticas especulativas de los grandes inversores representaban nada menos que un tercio del precio del barril de petróleo. Estas estimaciones fueron utilizadas posteriormente por la Commodity Futures Trading Commission (CFTC, por sus siglas en inglés), la agencia federal independiente que regula los mercados de derivados, los contratos de futuros, opciones y swaps en Estados Unidos, para calcular el sobreprecio que la especulación agregaba en promedio a cada llenado de depósito del automovilista estadounidense, determinando que ascendía a 10 dólares. Según informaciones del New York Times, el costo total anual en Estados Unidos llegaría a los 200.000 millones de dólares.

Amparados por la desregulación y la creciente financiarización de la economía, los grandes fondos y la banca de inversión han desembarcado de forma paulatina en los negocios de las materias primas durante los últimos 30 años. Valga como ejemplo lo que sucedió a finales de 2010, cuando Goldman Sachs, que ya había entrado en el mercado de derivados en 2003 a causa de la relajación de exigencias a bancos y empresas de la que luego hablaremos, adquirió la Metro International Trade Services, una compañía que posee una extensa red de 27 almacenes, gestionados a su vez desde la Bolsa de Metales de Londres. Cuatro años después, el 23 de diciembre de 2014, Goldman Sachs anunció la venta de esta empresa a una filial del fondo de inversión Reuben Brothers, pero entre 2010 y 2014 tuvo tiempo de desplegar toda una serie de prácticas especulativas, hasta entonces desconocidas en el sector de los metales. Antes de que Goldman Sachs se hiciera con Metro International, los clientes de los almacenes de aluminio esperaban una media de seis semanas para que sus compras se ubicaran, se recuperaran y se entregaran a las fábricas procesadoras de este metal. Pero, tras la adquisición de Goldman Sachs, la espera se multiplicó por diez, a más de 14 meses, según consta en los registros de la industria del aluminio de Estados Unidos. La Metro International es uno de los mayores depósitos de aluminio del país y en sus almacenes de Detroit acumula más de la cuarta parte disponible en el mercado mundial.

Desde que el New York Times reveló, en julio de 2013, las prácticas especulativas que Goldman Sachs realizaba en el mercado del aluminio, sabemos por boca de los propios empleados de Metro International que las enormes demoras en la entrega de este metal formaban parte de una estrategia de acaparamiento con el fin de aumentar su precio. Metro International mantenía casi 1,5 millones de toneladas de aluminio en sus almacenes de Detroit, pero las normas de la industria establecen que el metal no puede permanecer en un depósito de manera indefinida. Por esta razón, al menos 3.000 toneladas de aluminio se debían mover cada día. Sin embargo, según declararon varios empleados y ex empleados de Metro International, la mayor parte del movimiento del aluminio no tenía lugar para entregar el metal a sus clientes, sino para transportar el aluminio de un almacén a otro. Metro International recibía dinero por el material almacenado cada día, por esta razón se movía el aluminio de un lugar a otro, porque era una forma de continuar obteniendo dinero sin vulnerar la legislación estadounidense, que pretendía impedir el acaparamiento. Los analistas de la industria del aluminio consideran estas demoras en la entrega del metal como una razón para que la prima por la venta de aluminio se duplicase entre 2010 y 2014.

La Bolsa de Metales de Londres es el ejemplo perfecto del capitalismo especulativo y depredador: un sistema construido por los más fuertes con sus propias normas y con nulos controles. Este mercado gestiona 719 almacenes en todo el mundo y recibe el 1% de la renta recaudada por estos centros logísticos. Hasta 2012, fue propiedad de varios bancos, incluidos Goldman Sachs, Barclays y Citigroup. Muchas de sus normas fueron creadas por el Comité de Depósito de la Bolsa, un organismo cuya junta está formada por ejecutivos de varios bancos, compañías comerciales y empresas de logística, entre las cuales estaba el presidente de Goldman Sachs, así como otros representantes de importantes multinacionales europeas. Como gestores de centros logísticos, puertos y gasoductos, las entidades bancarias tienen acceso a información privilegiada que les otorga una ventaja decisiva en las operaciones de compra y venta de materias primas, pero la ausencia de regulación hace que todo esto sea perfectamente legal. El conocimiento del mercado de los metales industriales del que gozaban los ejecutivos de Goldman Sachs y la capacidad de compra de la entidad hubieran bastado para reactivar el negocio del aluminio, con su consiguiente obtención de beneficios. Pero lo que el banco esperaba realmente eran enormes retornos procedentes de las prácticas especulativas y no acceder a un negocio tradicional en el que se compra y vende una mercancía de acuerdo con las necesidades reales de fabricantes y consumidores. La acumulación de aluminio en los grandes depósitos de Detroit creció de forma exponencial, pasando de 50.000 toneladas en 2008 a 850.000 en 2010, para llegar a 1,5 millones en 2013. Algunos de estos movimientos fueron anteriores a la entrada de Goldman Sachs en el negocio, pero sus ejecutivos los conocían perfectamente. A medida que las cantidades de metal almacenado aumentaban, también lo hacían los tiempos de demora para recuperar el aluminio y la prima agregada. A mediados de 2011, el incremento de precio de este metal provocó una queja de Coca-Cola (una empresa que precisa del aluminio de forma imprescindible para fabricar las latas en las que envasa sus muchas bebidas) contra Metro International ante los supervisores de la industria y de la Bolsa de Metales de Londres.

La mayor parte del aluminio almacenado en Detroit no pertenece a los fabricantes o proveedores, sino a los bancos y fondos de inversión, que lo adquieren en operaciones especulativas que pueden ser renovadas con el tiempo en un proceso denominado de “revalorización”. Según las investigaciones del New York Times, los especuladores recibían incentivos por parte de Metro International de 230 dólares por tonelada para que renovasen el alquiler y, posteriormente, la empresa se ocupaba de trasladar el aluminio de un almacén a otro. Con estas operaciones, los propietarios del aluminio recibían dinero por adelantado y mantenían la posibilidad de ganar aún más con el posible aumento de las primas, mientras que para Metro International el hecho de mantener las demoras de entrega suponía seguir cobrando por día y tonelada. Debemos insistir en que todos estos artificios y trampas son perfectamente legales. Como antes comentábamos, Goldman Sachs había adquirido Metro International en 2010 y lo hizo a cambio de 550 millones de dólares, mientras que, gracias a estas prácticas, podía recaudar anualmente 250 millones solo en el alquiler de locales de almacenamiento.

¿Cómo es posible que Goldman Sachs pudiera entrar en el negocio de la logística? Desde la derogación en 1999 de la Ley Glass-Steagall, que separaba la banca tradicional de la banca de inversión y de la que luego hablaremos, las entidades bancarias pueden adquirir cualquier negocio. Por este motivo, Morgan Stanley posee barcos petroleros, oleoductos y refinerías de gas y petróleo. JP Morgan también tiene almacenes de metales en Reino Unido y Estados Unidos. Poseer centros logísticos en los que almacenar las mercancías es fundamental para especular con el precio de un producto mediante la estrategia del acaparamiento, una práctica que siempre aumenta los precios. Se calcula que las ganancias generadas a Goldman Sachs por el movimiento de aluminio de un almacén a otro ascendieron a más de 5.000 millones de dólares. No es de extrañar, si tenemos en cuenta los 100.000 millones de latas de refrescos fabricadas con aluminio que se utilizan anualmente en Estados Unidos, la cantidad de aluminio empleado en la industria del automóvil o la cuantía que adquieren las compañías constructoras del país.

No sabemos si esto fue un ensayo a “pequeña” escala para los grandes actores de la economía especulativa, de lo que sí tenemos certeza es que la probada rentabilidad del acaparamiento de aluminio para Goldman Sachs provocó la entrada de otros titanes en el mercado de las materias primas. A finales de 2013, los planes de JP Morgan para especular con el cobre ya estaban muy avanzados. A lo largo de 2010, la entidad había llevado a cabo múltiples compras en el mercado del cobre, y lo hizo de forma anónima. Cuando por fin los mercados internacionales tuvieron conocimiento de quién era el comprador, el banco ya disponía de 1.500 millones de dólares en este mineral, lo que significaba que poseía más del 50% del total disponible en todos los almacenes y centros logísticos de las bolsas de todo el planeta. Como consecuencia de este audaz movimiento, el precio del cobre aumentó bruscamente. Desde JP Morgan se buscó la aprobación por parte de los reguladores de un programa que facilitase a Goldman Sachs y a Blackrock, la mayor gestora de fondos de inversión del mundo, la adquisición del 80% del cobre disponible en el mercado con el único fin de almacenarlo. Las entidades implicadas informaron al organismo que regula e inspecciona los mercados de valores en Estados Unidos y que debe velar por el cumplimiento de las leyes federales, la Securities and Exchange Commission (SEC, por sus siglas en inglés) de que el cobre que deseaban adquirir sería utilizado para respaldar nuevos fondos en la bolsa del cobre y que estas operaciones no afectarían al precio del mineral. Pero los mayoristas y los fabricantes del cobre solicitaron a la SEC que no autorizase la propuesta ante la perspectiva de un agotamiento del cobre disponible en el mercado, con su consiguiente subida de precios.

Cuando el lobby bancario no dispone de herramientas legales para llevar a cabo una fechoría, realiza una descomunal labor de presión en la sombra para conseguir sus fines. Así, a finales de 2012, cuando terminaba su mandato al frente de la SEC, Mary L. Schapiro aprobó un plan para lanzar un fondo de mercado respaldado por el cobre. Schapiro había sido también presidenta de la Commodity Futures Trading Commission(CFTC, por sus siglas en inglés), la agencia federal independiente que regula los mercados de derivados, los contratos de futuros, opciones y swaps en Estados Unidos, desde mayo de 1994 hasta enero de 1996. Años después, entre 2006 y 2009, presidió la Financial Industry Regulatory Authority, Inc (FINRA, por sus siglas en inglés), la entidad privada que regula las normas que rigen a los corredores de bolsa de Estados Unidos y que, sorprendentemente, se financia a través de las mismas compañías que debe controlar porque están bajo su jurisdicción. Algunos miembros del consejo ejecutivo de FINRA han trabajado en la banca de inversión, en bufetes de abogados que se dedican al arbitraje internacional e incluso en el sector armamentista, actividades que suponen como mínimo un conflicto de intereses. Una investigación de la agencia Reuters de 2017 informaba también de falta de transparencia en la herramienta de búsqueda de corredores de bolsa “Brokercheck”, que se encuentra en la web de FINRA.

Las asociaciones de consumidores de Estados Unidos consideraron la noticia de la creación del fondo del cobre un golpe para los consumidores del metal porque usaría cátodos de cobre físicos como garantía contra acciones en el fondo, medida que consideraban que no solo subiría los precios, sino que afectaría también al suministro del mineral. El senador del Partido Demócrata por Michigan, Carl Levin, también se posicionó en contra del plan. Fuentes de la SEC indicaron que no creían que la creación del fondo pudiera afectar al flujo de cobre para su entrega inmediata. El cobre es un mineral extraordinariamente utilizado en el hogar y la industria, de manera que son los consumidores los que finalmente acaban pagando las fluctuaciones de su precio. La jugada se estaba gestando desde 2010, cuando JP Morgan compró la división de materias primas del Royal Bank of Scotland por 1.700 millones de dólares, lo que le permitió disponer de las 74 naves del banco para almacenar metales, algo, como antes decíamos, fundamental para especular con cualquier producto. Desde entonces, el precio del cobre se ha visto más afectado por los movimientos especulativos que por su escasez o por problemas que tengan que ver con la economía real. En 2017, el precio del mineral aumentó un 30% respecto a 2016, su valor más alto en cuatro años. En la actualidad, varios analistas señalan que algunos fondos de cobertura o hedge funds (un sofisticadísimo instrumento financiero que opera en los mercados sin apenas controles que puedan limitar sus operaciones) están invirtiendo en cobre convencidos de que su uso en la industria del automóvil eléctrico aumentará aún más su valor. Las energías renovables utilizan de media el doble de cobre que las energías convencionales, algo que también influye en su precio a causa de la promoción de su uso por parte de los países más avanzados.

Lo mismo que pudimos observar en el escandaloso caso del aluminio en Estados Unidos, lo podemos decir respecto a la actividad de los fondos de inversión y grandes multinacionales en África, que están acaparando tierras cultivables desde hace más de dos décadas, aunque estos movimientos también están protagonizados por algunos Estados que no disponen de las suficientes hectáreas de cultivo. Grandes empresas e inversores compran para especular, mientras que los países que consumen más de lo que producen adquieren tierras con el fin de garantizarse el suministro de alimentos. Los Estados que más tierras han comprado en África son China, India, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Corea del Sur y Estados Unidos, a los que hay que sumar países europeos como Alemania, España, Francia, Italia, Noruega y Reino Unido. A partir de la década de los noventa, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional comenzaron a exigir a los gobiernos africanos la aplicación de reformas estructurales de apertura al capital extranjero y de cambios en los derechos de propiedad sobre la tierra si querían acceder a sus préstamos. Frente a estas presiones, muchos gobiernos africanos, perfectamente conscientes de su calamitosa situación económica, se sintieron indefensos y permitieron a los grandes inversores la adquisición de tierras desde comienzos del siglo XXI. El procedimiento jurídico consistía en que el Estado ponía a la venta las tierras consideradas “sin uso productivo”. En la mayoría de los casos, los gobiernos no incluyeron como uso productivo el pastoreo y la agricultura migratoria (un sistema de producción caracterizado por la alternancia de un corto período de cultivo de uno a dos años y uno largo de descanso), por esta razón estas tierras fueron calificadas como “improductivas”, convirtiéndose en candidatas para ser compradas por capital extranjero.

Según el Banco Mundial, solo en 2011, 41 millones de hectáreas de tierras cultivables fueron acaparadas por fondos de inversión y multinacionales en África, con el resultado de la expulsión de los campesinos propietarios que las trabajaban. Esa cantidad ascendió a 63 millones de hectáreas en 2016. Los datos de la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) dicen que el 80% de las tierras cultivables del planeta se encuentran en América del Sur y África, y que en 2030 serán necesarias 130 millones de hectáreas más para alimentar a la población mundial. En África rige el Derecho Consuetudinario, un conjunto de normas no escritas y costumbres aceptadas por una comunidad, de manera que se calcula que alrededor del 90% de los campesinos no poseen ningún tipo de escritura que demuestre que son dueños de una tierra. Obtener una escritura supone un gasto económico que la mayoría no puede afrontar, razón por la cual sus tierras pasan al Estado en cuanto existe el menor litigio acerca de su propiedad. Las expropiaciones son la regla habitual; el principio de consentimiento libre, previo e informado se ignora de forma sistemática; y la compensación económica, si es que llega a producirse, suele ser demasiado baja. Después de este proceso, los funcionarios públicos ceden las tierras a los acaparadores, mediante contratos opacos que favorecen siempre al inversor. La corrupción hace el resto y provoca que los campesinos africanos que no desean vender sus tierras sean expulsados de forma violenta, para pasar a engrosar las filas de la pobreza extrema en los suburbios de las grandes capitales del continente negro.

Los países más afectados por estas prácticas son Angola, Camerún, Etiopía, Ghana, Kenia, Mozambique, Nigeria, República Democrática del Congo, Sierra Leona, Somalia y Sudán del Sur. En todos estos países hay acaparamientos documentados que suponen el peor ejemplo de la extracción de recursos a gran escala y la colonización económica de los países del Sur por los del Norte, pese a que los fondos y las grandes multinacionales publican “informes” de responsabilidad social corporativa en los que describen los “enormes beneficios” de sus actividades sobre la población local. Otra forma de blanquear estas prácticas criminales supone llevarlas a cabo al amparo de instituciones financieras de cooperación y desarrollo, algunas de las cuales son públicas o semipúblicas, pero trabajan en consonancia con los intereses de los fondos de inversión y las grandes empresas. La mayor parte de estas operaciones no se conocen en detalle debido a la opacidad, una norma fundamental de la economía especulativa, y también porque los fondos de inversión operan a través de entidades en paraísos fiscales o en territorios que garantizan el secreto. El resultado final es que países con amplias zonas azotadas por las sequías terminan viendo anulada su capacidad de producir sus propios alimentos, de manera que para adquirirlos recurren al mercado internacional, donde los precios son elevadísimos y están sometidos a las fluctuaciones de la economía especulativa.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.