El neoliberalismo, el guardián de la “financiarización”:
Si hablamos de desregulación, no podemos hacerlo sin hablar del neoliberalismo. Tal vez la característica más asombrosa del neoliberalismo es que no existe como partido político ni como movimiento ideológico que adopte tal nombre. Lo que sí existe es una extensa red de organizaciones-la mayoría estadounidenses y británicas- extraordinariamente ricas y poderosas dedicadas a promover esta corriente de pensamiento en todo el mundo. Se designan a sí mismos como “liberales clásicos”, pero se inspiran de forma clara en los tratados de Mises y Hayek, dos economistas austríacos del siglo XX. El término “neoliberalismo” nace en París tras una reunión en el año 1938. Tanto Mises como Hayek recelaban de la democracia social promovida en EE. UU. por Franklin Delano Roosevelt y del desarrollo del Estado del Bienestar en Reino Unido de la mano de las políticas diseñadas por William Henry Beveridge, economista y reformador social británico que creó un proyecto de seguridad social universal provisto de una legislación vinculante. Beveridge consideraba que las ayudas a los sectores sociales más vulnerables y desfavorecidos no debían ser, tan solo, un simple retoque (caridad) sino un deber del Estado de proveer de determinados beneficios a todos los sectores de la población. Es así como los ciudadanos de las democracias de Europa Occidental comienzan a adquirir la idea de que servicios como la sanidad, el transporte de calidad, la educación o la renta básica eran derechos y no privilegios. La novedad de los planes de Beveridge era el reconocimiento de responsabilidad del Estado hacia los ciudadanos. Tanto Mises como Hayek, hicieron una particular y perniciosa lectura de estos avances considerándolos equiparables al colectivismo nazi y al comunismo soviético.
En su libro, Camino de servidumbre (1944), Hayek considera que las economías planificadas oprimen la iniciativa individual y desembocan en dictaduras. También fue un libro de éxito La burocracia (1944), de Mises. Ambas obras fueron recibidas con entusiasmo por millonarios de EE. UU. y Europa que comenzaban a cuestionar el papel del Estado a la hora de recaudar impuestos y regular la economía. No es extraño que, en 1947, cuando Hayek funda la Mont Perelin Society (asociación dedicada a promover su ideología), recibiera apoyo económico de muchos potentados y de sus organizaciones, bancos y empresas. Los defensores de las ideas de Hayek no tardaron en radicalizar sus postulados y en financiar asociaciones de “expertos” dedicados a promocionar el neoliberalismo en la sociedad. Algunas de estas organizaciones fueron el American Enterprise Institute (EE. UU.), el Hoover Institute (EE. UU.), la Heritage Foundation (EE. UU.), el Cato Institute (EE. UU.), el Institute of Economic Affairs (Reino Unido), el Centre for Policy Studies (Reino Unido) y el Adam Smith Institute (Reino Unido). También subvencionaron y crearon departamentos, centros de estudios y puestos académicos en muchas universidades, principalmente en Chicago y Virginia. Este tipo de organizaciones se constituyeron al calor de las enormes sumas invertidas para hacer labores de lobby por parte de los miembros de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, un organismo que entre 1972 y 1982 pasó de tener 60.000 empresas registradas a más de 250.000. También en 1972 se produjo el cambio de sede de la Asociación Nacional de Fabricantes (NAM, en sus siglas en inglés), que se trasladó desde Cincinnati, en el estado de Ohio, a Washington. La NAM es un poderoso grupo que reúne a más de 14.000 empresas de todo el país y que realiza actividades de lobby de forma permanente y sin obstáculo alguno que se interponga en su labor. La Bussines Roundtable también fue fundada en 1972. Se trata de una organización de importantes ejecutivos que practica estrategias de lobby extremadamente agresivas. Este organismo es el que solicitó a la Unión Europea en septiembre de 2016 anular la sanción a Apple para que el gigante informático no devolviera los 13.000 millones de euros a Irlanda tras haberse beneficiado de ayudas fiscales consideradas ilegales. En un tono amenazante, el presidente de la organización, John Engler, manifestó que la medida era “Una herida autoinfligida” de graves consecuencias para Europa y sus ciudadanos, y añadió “Si esta decisión se confirma, establece un precedente que aumentaría significativamente la incertidumbre con consiguiente efecto negativo sobre la inversión extranjera en Europa”. Todos los grupos citados tenían un valor similar a la mitad del PIB de Estados Unidos durante la década de 1970, y su gasto en labores de lobby ascendía a 900 millones de dólares, una cifra estratosférica para aquel tiempo.
En todo el proceso que ha hecho del neoliberalismo el sistema económico dominante a nivel mundial es imprescindible estudiar la penetración de estas ideas en el ámbito académico. Hablábamos antes de las universidades de Chicago y Virginia como los primeros centros académicos que de forma persistente se dedicaron a promocionar las ideas neoliberales. No tenemos más que comprobar cómo, desde la década de 1950, EE. UU. había financiado la instrucción de economistas chilenos en la Universidad de Chicago bajo la supervisión personal de Milton Friedman, junto a Mises y Hayek, uno de los adalides del neoliberalismo. Todo ello en el marco de un amplio programa de la CIA encaminado a neutralizar el avance de la izquierda en América Latina. Este grupo de economistas fue conocido como los “Chicago Boys”, y habían sido formados a partir de 1956 en la Pontificia Universidad Católica de Chile, una universidad de carácter privado de Santiago de Chile. El acuerdo fue suscrito en 1955 por el decano de la universidad, Julio Chaná, con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), con el fin de que la facultad chilena entablara un vínculo académico con la Universidad de Chicago. En 1975, tras marginar a su principal rival y partidario de las teorías keynesianas, el general Gustavo Leigh, el general Pinochet pone al frente de la economía a varios de los “Chicago Boys” más importantes. Desde 1970, las élites económicas de Chile se habían organizado en un club de oposición al presidente Allende denominado “El Club de los lunes”, y financiaron sus propios trabajos y estudios por medio de varios institutos de investigación, algo que les otorgó cierto prestigio ante la sociedad chilena. La primera misión, como no, que recibieron los “Chicago Boys” de parte del general Pinochet fue negociar los créditos con los técnicos del Banco Mundial, que sabían que los economistas reeducados en Chicago eran favorables a sus ideas y teorías. Hay que recordar que, desde 1970 hasta el Golpe de Estado que llevó al poder al general Pinochet, el Banco Mundial no otorgó ningún crédito a Chile. Aunque en este caso debemos decir que sí existían fuertes discrepancias entre el Banco-que consideraba que Chile cumplía con las condiciones para recibir fondos-y el Gobierno de EE. UU.
Así se expresaba Catherine Gwin, antigua economista del Banco Mundial: “Estados Unidos presionó al Banco para que no prestara al gobierno de Allende después de la nacionalización de las minas de cobre chilenas. A pesar de la presión, el Banco envió una misión a Santiago (habiendo determinado que Chile adoptaba una actitud conforme a las reglas del Banco, que preveían que, para conceder un préstamo, después de una nacionalización, estuvieran en curso los procedimientos para la indemnización). Robert McNamara (presidente del Banco entre 1968 y 1981) se reunió enseguida con Allende para comunicarle que el Banco estaba dispuesto a conceder nuevos préstamos con la condición de que el Gobierno estuviera dispuesto a reformar la economía. Pero el Banco Mundial y el régimen de Allende no pudieron ponerse de acuerdo sobre los términos de un nuevo préstamo. Durante el período de la presidencia de Allende, Chile no recibió ningún préstamo. Justo después del asesinato del presidente legítimo, en 1973, el Banco reanudó los préstamos, otorgando un crédito a 15 años para el desarrollo de las minas de cobre. […] La suspensión de los préstamos a Chile entre 1970 y 1973 se menciona en el informe del Tesoro estadounidense del año 1982 como un ejemplo significativo del ejercicio fructífero de la influencia de Estados Unidos sobre el Banco. Y aunque el Banco hubiera dado su principio de acuerdo para un nuevo préstamo en junio de 1973, las propuestas de préstamos no fueron tomadas en consideración por el comité de dirección hasta después del golpe de Estado de 1973”.
Volviendo al movimiento neoliberal en el ámbito académico, la estrategia del neoliberalismo es bastante clara: alcanzar la hegemonía y el prestigio intelectual para que su voz sea la única en ser escuchada. Mediante la financiación de estudios y análisis subvencionados, el movimiento neoliberal se va apropiando del discurso oficial y “experto” en todos los ámbitos de la economía. Los grandes emporios financieros defienden ferozmente esta corriente de pensamiento, de manera que los informes más publicitados por los grandes medios-repletos de periodistas afines al neoliberalismo- son aquellos que promueven una disminución del tamaño del Estado y un aumento del papel de las grandes empresas en la economía. Además, el neoliberalismo ha colocado a sus defensores en los principales laboratorios de ideas y en los ministerios claves de los países occidentales: Economía, Hacienda, Obras Públicas, etcétera. El movimiento impregna también la enseñanza universitaria, un proceso que va en constante aumento desde el advenimiento del grupo neoliberal de la Universidad de Chicago, capitaneado por Milton Friedman en los años cincuenta del pasado siglo. Una vez conseguida la supremacía intelectual, el neoliberalismo tan solo ha de esperar a que su discurso penetre en todos los rincones de nuestra sociedad hasta que sea aceptado por todos como algo incuestionable. El triunfo del neoliberalismo es total cuando las clases medias y bajas, golpeadas por la crisis financiera de forma inmisericorde, repiten sin pestañear el discurso de las clases dominantes. Para llegar a esto, naturalmente, se ha producido un proceso de embrutecimiento paulatino y masivo de la población a escala mundial que consiste, entre otras muchas cosas, en considerar el entretenimiento vano y necio a través de las nuevas tecnologías como un valor positivo. El sistema también ha promovido el individualismo salvaje (el paraíso soñado por el neoliberalismo), que acaba derivando en una sociedad disgregada e incapaz de articularse contra el poder. La subcultura del neoliberalismo estigmatiza la solidaridad y la considera un signo de debilidad.
Pese a su fuerte respaldo económico, el neoliberalismo tuvo enfrente el consenso político-social posterior a la Segunda Guerra Mundial: las ideas de Keynes de estimular la economía a través de políticas estatales expansionistas eran aplicadas con éxito en muchos lugares del mundo con excelentes resultados en la lucha contra la pobreza, la desigualdad y el desempleo. Los Gobiernos actuaban sin complejos a la hora de recaudar altos impuestos al capital y las políticas sociales eran un objetivo común en EE. UU. y Europa. Este pacto no escrito entre los pueblos y los políticos acerca del reparto de la riqueza fue estable y estuvo vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta que la inestabilidad económica comenzó a sacudir Occidente a comienzos de la década de los setenta del pasado siglo XX. Durante el mandato de Jimmy Carter en EE. UU., la crisis económica se acentuó y la desregulación surgió, en medio del desconcierto global, como la única respuesta posible después de que hubieran fracasado las recetas intervencionistas. En realidad, fueron Callaghan y Carter, y no Thatcher y Reagan, como tantas veces se dice, quienes dieron inicio al neoliberalismo, al menos a escala nacional en Reino Unido y Estados Unidos, aunque el movimiento inició su imparable expansión mundial en los mandatos de los dos últimos. Carter inició el proceso de desregulación de las líneas aéreas, el transporte por carretera, el petróleo y también el del gas natural. El neoliberalismo fue impuesto a la fuerza y sus políticas se aplicaron sin resistencia por parte de los pueblos en Chile en 1973 y en Argentina en 1976. En ambos casos, para el poder financiero e industrial de las dos naciones fue relativamente fácil salvaguardar sus intereses porque todo el proceso se desarrolló al calor de su alianza con dos dictaduras sangrientas y represivas acostumbradas a imponer a sus poblaciones cualquier medida mediante la fuerza.
Pero el neoliberalismo necesitaba imponer su ideología también en las democracias, ese fue el caso de Méjico: desde 1973, los ingresos en divisas de Méjico se multiplicaron por el aumento del precio del petróleo, que se triplicó. El aumento de ingresos en divisas debería haber sido suficiente como para que el país no se viera en la necesidad de endeudarse. Pero, inexplicablemente, el volumen de los préstamos del Banco Mundial a Méjico experimentó una gran subida: se multiplicó por cuatro entre 1973 y 1981 y, lo que es peor, Méjico se endeudó también con la banca privada con el aval del Banco Mundial. Los préstamos de la banca privada a Méjico se multiplicaron por seis en el mismo período. Los principales acreedores fueron los bancos estadounidenses, seguidos por los británicos, japoneses, alemanes, franceses, canadienses y suizos. Las sumas prestadas por las entidades bancarias privadas fueron diez veces superiores a los préstamos del Banco Mundial. En 1982, cuando estalló la crisis en Méjico, había más de 500 bancos privados acreedores del país. El Banco Mundial alentó a Méjico a endeudarse incluso cuando la economía mejicana comenzó a deteriorarse y cuando sonaron las primeras señales de alarma. El 20 de agosto de 1982, después de haber pagado enormes sumas a la banca privada entre enero y julio, el Gobierno mejicano declaró una suspensión de pagos. A finales de agosto, se produjo una reunión entre el FMI, la Reserva Federal, el Tesoro de Estados Unidos, el Banco de Pagos Internacionales (BPI) y el Banco de Inglaterra. El entonces director gerente del FMI, Jacques de Larosière, trasladó al Gobierno de López Portillo que el FMI y el BPI otorgarían crédito a Méjico a condición de que el dinero recibido fuera destinado a la banca privada y que serían aplicadas medidas de “ajuste estructural”. El Gobierno aceptó la ayuda y como primeras medidas de choque devaluó su moneda de forma drástica, aumentó las tasas de interés y nacionalizó la banca privada asumiendo sus deudas. Para presentar este hecho ante la opinión pública, era necesario hacer un gesto demagógico de gran envergadura: López Portillo anunció la confiscación de 6.000 millones de dólares de la banca privada mejicana, lo que nunca explicó es que esos 6.000 millones servirían-como en el caso de Grecia en 2010-para pagar a los bancos extranjeros. Paralelamente, comenzó el proceso de privatizaciones de las empresas públicas. Todos los gobiernos mejicanos posteriores a López Portillo no hicieron sino profundizar en las medidas neoliberales que, en esencia, abrían la economía a inversores extranjeros, eliminaban medidas y leyes contra los monopolios, suprimían las ayudas y subsidios en todas las actividades económicas, privatizaban la educación y la sanidad y aumentaban las importaciones en productos que antes eran proporcionados desde el mercado nacional. Todo ello fue implementado también a partir de la entrada en vigor, el 1 de enero de 1994, del NAFTA (por sus siglas en inglés), el Tratado de Libre Comercio entre EE. UU., Méjico y Canadá.
No es fácil ubicar el momento exacto en el que nació la “financiarización” de la economía, principalmente porque el proceso se ha desarrollado de forma diferente en cada país, aunque su prevalencia sea ahora casi total a nivel mundial. Lo que sí es seguro es que su desarrollo se ha producido de forma simultánea al del neoliberalismo. Uno de los momentos claves fue a finales de los años cincuenta, cuando Louis Kelso, economista estadounidense, publica su libro, Manifiesto Capitalista, escrito junto a Mortimer Adler. En el mismo, Kelso desarrolla sus ideas de democratización de la propiedad a partir de la participación de los empleados en las empresas, respetando siempre la libertad de mercado. Estas ideas encontraron en el senador Russell Long un importante aliado. Russell era el presidente del comité de finanzas del Senado de Estados Unidos y mantenía una estrecha relación con Kelso, que le convenció de la conveniencia de otorgar a las “stock options” beneficios fiscales. Las “stock options” son una forma de retribuir a los empleados de una empresa, especialmente a sus directivos, de manera que tengan la posibilidad de adquirir acciones de la compañía a un precio inferior al precio de mercado. Es en 1974 cuando el Congreso estadounidense aprueba la Employment Retirement Security Act, una ley que regulaba los beneficios para los trabajadores e implantaba el primer marco legal para el desarrollo de las “stock options”. Esta forma de remuneración por parte de la empresa recibe beneficios fiscales en casi todo el mundo, de manera que para el empleado se convierte en una forma enormemente atractiva de recibir el salario. He citado a Kelso para hablar del origen del fenómeno de las “stock options”, pero, a buen seguro, este economista nunca fue capaz de prever hasta qué punto sus ideas acerca de un capitalismo más social iban a ser distorsionadas. El uso de las “stock options” no cesó de aumentar durante los años setenta, principalmente en el área del Silicon Valley, que ya entonces se estaba convirtiendo en una zona prominente desde el punto de vista de la investigación tecnológica. Pero la práctica se detuvo de forma abrupta a mediados de los años ochenta debido a la poca rentabilidad de la bolsa en aquellos años. Su uso se reactivó en 1989, cuando la compañía Pepsi-Cola estableció un plan de compra de “stock options” que incluía a la mayoría de sus empleados. A partir de ese momento, esta forma de pago se generalizó y se expandió de forma extraordinaria. Para que nos hagamos una idea, solo en Estados Unidos en el año 1999, unos 150 millones de “stock options” fueron otorgadas a altos ejecutivos. Esta cifra supuso un incremento del 33% respecto a 1998.
Hasta la llegada de este producto financiero, existían diferencias esenciales entre los propietarios y los gestores de las empresas, porque la propiedad y la gestión estaban separadas por completo. Con la llegada de las “stock options”, los directivos empezaron a considerar que el precio de la acción era lo más importante, en detrimento de la producción real de la empresa, lo que abría la puerta a la especulación con las acciones. Quedaba así inaugurada la nueva economía especulativa-al menos a gran escala- completamente separada de la real. La subida del precio de las acciones podría producir un súbito enriquecimiento, y de hecho lo produjo en no pocos casos. Desde comienzos de la década de los años ochenta, muchas grandes empresas compensaron sus pérdidas en la economía real (en la producción), con las ganancias obtenidas en operaciones financieras. Hay que recalcar que no todos estos beneficios se producían en operaciones especulativas, sino en operaciones de crédito o de seguro. Pero lo cierto es que esta nueva forma de proceder abría la puerta a nuevas formas de negocio relacionadas con la especulación. El fenómeno de la diferencia de rentabilidades entre el sector productivo y el financiero provocó que las empresas buscasen financiación en los mercados y bolsas a través de la emisión de bonos o acciones en vez de recurrir a los préstamos bancarios. Esta manera de operar se trasladó también a las familias, que pasaron de invertir en depósitos y otras formas de ahorros a hacerlo en bolsa. Producto de todo ello fue la conversión de los bancos tradicionales en bancos de inversión, al menos de forma parcial, algo lógico si tenemos en cuenta que no querían perder cuota del nuevo negocio. Si la economía especulativa generaba más ganancias que la productiva, los bancos deberían estar presentes y convertirse en protagonistas principales. De este modo, la banca abandonó sus formas tradicionales de obtener ganancias para entrar en la montaña rusa de los mercados financieros y las estrategias agresivas con el fin de obtener rentabilidad a toda costa.
Poco a poco, la economía real de las empresas se fue fusionando con la especulativa, de manera que la especialización de negocio dio paso a la diversificación. Pero el fenómeno se hallaba encorsetado por las normativas y las leyes que restringían y limitaban la actividad financiera en todos los países. Se produjo entonces un nuevo fenómeno: el de la desregulación en los países más avanzados, cuestión necesaria para liberar a las grandes corporaciones, financieras o no, de cualquier barrera para actuar libremente. En los países en desarrollo (PED), debimos asistir a una violación de su soberanía a través de la extorsión económica: a grandes rasgos, esto significaba que para que los PED recibieran fondos procedentes del Fondo Monetario Internacional debían acometer reformas similares a las que antes hemos citado en el caso de Méjico, lo cual, en esencia, significaba privatizar sectores públicos y desregular la economía adoptando, además, un marco jurídico propicio para el desarrollo del neoliberalismo, lo que eufemísticamente se denomina “apertura a nuevas inversiones” y “reformas estructurales”.
A partir de 1980, los bancos diseñaron productos financieros cada vez más opacos y sofisticados. También se produjo una verdadera revolución, incentivada a partir de mediados de los años noventa por los nuevos medios tecnológicos e internet, con el fin de crear una red global que facilitase las transacciones financieras a nivel mundial, hasta que la “financiarización” ha impregnado hasta las áreas más ajenas al fenómeno a nivel mundial, principalmente en las grandes empresas. Los datos bancarios a escala planetaria ofrecen pocas dudas: la participación de los cinco bancos más grandes del mundo en los activos de los mil bancos más grandes aumentó del 8% en 1998 al 16% en 2009.