“Financiarización”, un jeroglífico indescifrable:
Un producto financiero es un producto creado para su venta a grandes inversores en forma de acciones, bonos bancarios, opciones de divisas, obligaciones, fondos de inversión, derivados (productos financieros cuyo valor depende del precio de otro activo), etcétera. No existe ninguna forma de patente que proteja a los productos financieros. Un producto financiero rentable puede ser creado por un banco sin el menor coste económico y bien puede ser copiado al día siguiente por otro banco en cualquier rincón del planeta. Ahora bien, lo rentable puede estar reñido con lo ético, como nos muestra la realidad más reciente. Pese a toda la retórica rimbombante de la banca privada cuando nos habla de responsabilidad y seguridad, no existe autoridad mundial alguna que haga un seguimiento exhaustivo acerca de los productos financieros creados y que ejerza una labor de control sobre los mismos. Al contrario, los productos financieros aparecen en el mercado produciendo determinados efectos sin que se produzca una penalización para sus creadores cuando las consecuencias son nefastas para la economía. Ese fue el caso de las hipotecas “subprime” o hipotecas basura que aparecieron en EE. UU. y que provocaron el estallido de la crisis financiera de 2007-2008, pero hay muchísimos más productos financieros: solo en Alemania, antes de la crisis existían más de un millón doscientos mil productos financieros a disposición de los inversores con el único fin de especular. La propia creación de estos productos no conlleva coste alguno para la entidad que lo hace.
Alguien podrá pensar en este momento en los supervisores, en los bancos centrales y en las instituciones reguladoras como garantía de orden en medio de tanto caos provocado por la falta de regulación, pero me temo que las multas solo sirven para tranquilizar a la gente para que todos creamos que vivimos en un mundo en el cual las conductas irresponsables son sancionadas por autoridades que velan por nuestros intereses castigando a los grandes defraudadores, a las grandes multinacionales y a las grandes entidades bancarias que son, en definitiva, los entes que tienen capacidad para dañar realmente la economía. Para los grandes bancos, las sanciones no constituyen una forma de disuasión por dos razones: en primer lugar, no se crean marcos jurídicos rígidos que impidan las prácticas arriesgadas de la economía especulativa, sino que se producen algunas sanciones que terminan siendo acciones aisladas; en segundo lugar, las multas no son tan cuantiosas como para hacer que los directivos se replanteen esta clase de prácticas. La multa impuesta por el Departamento de Justicia de Estados Unidos en agosto de 2014 al Bank of America por engañar a sus clientes al venderles hipotecas “subprime” fue de 16.650 millones de dólares, una cifra equivalente a los beneficios de la entidad durante los tres años anteriores a esta sanción. En 2015 el banco obtuvo una rentabilidad similar a la cuantía de la multa, mientras que en el año 2017 Bank of America ganó más de 18.000 millones de dólares. Para los grandes bancos, estas cifras no solo son asumibles, sino que se prevén en sus balances tal como se prevén los gastos destinados a impuestos.
Una de las características de la banca de inversión es su complejidad extrema, hasta el punto de que la mayor parte de los economistas yerran en sus predicciones económicas porque esta complejidad convierte en inútiles la mayoría de los modelos de predicción. Existen múltiples factores económicos derivados de esta clase de prácticas que no solo son imprevisibles en sus dinámicas, sino que no existían hace unos pocos años. No podemos hacer predicciones acerca de cosas que no conocemos por entero: hablamos de la “financiarización” de la economía. La “financiarización” es un proceso económico basado en la especulación y no en la producción. La economía productiva hunde sus raíces en actividades como la industria, el comercio, los servicios o la agricultura, es decir, en cosas sólidas y tangibles. La economía productiva genera riqueza y empleo. Hasta finales de los años setenta del pasado siglo, la banca tradicional producía riqueza financiando proyectos de todo tipo que eran reales y que respondían, además, a las necesidades de la gente. Otorgar un crédito a una empresa para que construyera una fábrica era un buen ejemplo de cómo la banca tradicional financiaba proyectos de la economía productiva: la fábrica producía bienes que las personas querían comprar; en la fábrica trabajaban obreros que recibían un salario; y la empresa dueña de la fábrica obtenía beneficios con los que construir otras fábricas o con el fin de destinarlos a la reinversión para mejorar las condiciones de producción del producto o para mejorar su calidad. De alguna manera, esto suponía una forma de capitalismo benévolo en la medida en que los bancos ejercían una acción social porque destinaban los recursos que obtenían de los agentes económicos con superávit a las empresas que deseaban crecer o a los particulares que querían crear un pequeño negocio, comprar una vivienda o acometer cualquier otro proyecto dentro de sus posibilidades.
En realidad, esta forma de hacer economía, extrapolándola a la política de los grandes Estados, nació después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Occidente tomó plena conciencia de la necesidad de crear para luego apuntalar un Estado del Bienestar que garantizase la pervivencia de los sistemas democráticos, amenazados por los totalitarismos surgidos como consecuencia de la inestabilidad social de la Europa de entreguerras. Las diferentes formas de ese Estado de Bienestar creado en Europa y Estados Unidos durante la Guerra Fría tenían en común el consenso por parte de todos los estamentos sociales y los agentes económicos de que el Estado debía garantizar las políticas encaminadas a conseguir el pleno empleo, el bienestar de la población, una cierta cobertura social para acoger a los menos favorecidos y un crecimiento económico sostenido. Para ello, el Estado asumiría el papel de los agentes económicos cuando fuera necesario. En definitiva, el poder de los Estados, que entonces eran más grandes, principalmente en Europa al no haber sido privatizados los enormes sectores públicos de los diferentes países, garantizaba que las consecuencias negativas de cada ciclo económico no afectasen de un modo devastador a las clases medias y bajas. Algunos países no disponían de sectores públicos tan robustos y con tanta influencia en la economía como los de Reino Unido, España, Francia o Italia, pero sí mantenían políticas intervencionistas a través de rígidos controles sobre el sector bancario, el sector productivo, el mercado laboral y el marco jurídico que regulaba la economía. Desde cualquier punto de vista, el fortalecimiento del Estado de Bienestar estaba encaminado a prevenir la inestabilidad política, principalmente porque esta podía derivar en una nueva forma de totalitarismo cuyo desarrollo tendría imprevisibles consecuencias para la humanidad.