La OTAN menciona a China en un documento oficial de la Cumbre de Madrid citándola como “un desafío”, que imagino, de acuerdo a la agenda estadounidense, es el preludio de calificarla como “amenaza”. Europa y Estados Unidos harán con China lo que puedan, no lo que quieran. China es superpotencia económica, militar, política, tecnológica, nuclear y cultural y sus aspiraciones, como las de todos los imperios que han existido en la historia, son hegemónicas. Lo que aún falta por saber es si su hegemonía será agresiva o pacífica. Me inclino a pensar en lo segundo porque las guerras empobrecen a los pueblos de muchas formas (China también puede ser severamente perjudicada por las posibles sanciones del bloque occidental en caso de conflicto), y si de algo se han mostrado partidarios los sucesivos gobiernos chinos desde hace décadas es de apostar por la estabilidad y el crecimiento económico como forma de asegurar la paz social. China estará en todas y cada una de las decisiones importantes y decisivas para conseguir objetivos comunes que beneficien o perjudiquen a la humanidad en su conjunto, de manera que, independientemente de que el gigante asiático no sea una democracia, tendremos la obligación de negociar con él. Si aceptamos esto, estaremos en buena posición para no hacer seguidismo respecto a la política exterior estadounidense, que se está esforzando en construir enemigos que no existen aún. Cuando la OTAN nació, faltaban cinco meses para la consecución del arma atómica por parte de la Unión Soviética, que fue una amenaza real para la democracia, la paz y el humanismo al que aspiraba la Europa que, destruida y famélica, dejaba atrás la Segunda Guerra Mundial con su horroroso baño de sangre, muerte y destrucción.

La existencia de la OTAN y el espíritu de unidad entre europeos y estadounidenses tuvieron un sentido pleno en 1949 porque esa Europa postrada hubiera sido incapaz de hacer frente al totalitarismo soviético no solo en el campo militar, sino a la hora de ofrecer un modelo político-económico exitoso que surge gracias a los fondos del Plan Marshall, que ayudaron a construir la Europa inmediatamente anterior a la firma de los Tratados de Roma, verdaderos embriones del proyecto supranacional del continente tal como hoy lo conocemos. Estados Unidos, por el contrario, salió de la contienda con una abrumadora supremacía militar y tecnológica, representando casi el el 40% del PIB mundial y disfrutando de una posición hegemónica en todos los órdenes que permitió que Occidente pusiera sobre la mesa su modelo de democracia liberal respetuosa con los derechos humanos y con capacidad de erradicar los problemas económicos que habían facilitado la ascensión de los modelos totalitarios que aparecieron en el período de entreguerras. Roosevelt, con su New Deal, había puesto en los años treinta las bases para un crecimiento económico igualitario y sostenido en Estados Unidos, separando, además, las actividades de la banca tradicional de la especulativa con la Ley Glass-Steagall; y William Beveridge, en Reino Unido, vio como el primer gobierno posterior a la Segunda Guerra Mundial, el del laborista Clement Attlee a partir de 1945, seguía sus recomendaciones con el fin de crear un Estado del Bienestar tal como hoy lo conocemos. El resto de Europa Occidental no tardó en imitar a los británicos en sus medidas de protección social, iniciando un largo período de prosperidad que solo empezó a quebrarse a partir de la crisis de 2008.

Estados Unidos está alimentando el miedo para revivir a una OTAN moribunda, pero hoy, pese al conflicto entre Rusia y Ucrania, Europa necesita más de una estrategia propia de defensa y de diplomacia que busque la paz y no el conflicto que de una Alianza Atlántica que es un asunto más estadounidense que europeo. Estados Unidos aporta a la OTAN más del doble que el resto de los miembros juntos y, tras la decisión adoptada en 2014 en la Cumbre de Newport de aumentar hasta el 2% del PIB la inversión en armamento de todos sus miembros, está persiguiendo la supremacía y el enriquecimiento de sus empresas armamentistas y no que el gasto militar sea eficiente, racional y acorde a las necesidades reales de Europa, justo lo contrario de lo que sucedió entre 1949 y 1991. La entrada en la Alianza de cualquier miembro también supone que este adopte de forma automática la premisa de alcanzar el 2% de inversión en defensa, de manera que esto significará un incremento de ventas para la industria militar estadounidense, de largo la más pujante del planeta. El principal interés geoestratégico de Europa es un África pacificada, alfabetizada, libre de fanatismos religiosos y capaz de gestionar sus propios recursos porque cuánto más se enriquezca y pacifique el continente africano, menos posibilidades habrá de que se produzcan guerras y flujos de refugiados hacia Europa. El segundo interés de Europa debería ser crear y desarrollar su propia política de defensa con ejército propio y una sola voz en política exterior y diplomacia, objetivo este último realmente difícil, pero no solo posible, sino muy deseable para el conjunto de países que forman la Unión Europea.

El gasto militar mundial en 2020, en plena pandemia, superó los 2,11 billones de dólares y no por ello el planeta es un lugar más seguro. Al contrario: en 2021, al menos 46 países estaban en guerra o conflicto armado de diferente intensidad, según el informe anual del SIPRI, el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo. Es más que evidente que las guerras se producen en los países menos democráticos, alfabetizados y ricos del mundo. La mayor amenaza contra la guerra es la democracia, la educación y la cultura, no esta desmesurada inversión en armas. No hay ninguna razón para que el mundo caiga en la “trampa de Tucídides”, la teoría popularizada por el politólogo estadounidense Graham T. Allison, en 2012, que dice que la tensión entre dos potencias, una en declive y la otra en ascenso, las conducirá a la guerra de manera inevitable. La cooperación entre las grandes potencias y los tratados entre bloques para asegurar la paz y la estabilidad internacional son el único camino para un mundo que se enfrenta a múltiples desafíos que implican a todas las naciones: el cambio climático, la desigualdad creciente, el aumento del hambre, el ascenso de las nuevas formas de fascismo y radicalismo religioso, etcétera. La alianza que se establece después de la Segunda Guerra Mundial entre Estados Unidos y Europa debe mantenerse, pero no para buscar espacios de conflicto, sino de cooperación con otros polos de riqueza y desarrollo como China, India o Brasil.

El Center for Strategic Decision Research (CSDR), con sede en Menlo Park (California) y París, y el think tank oficial del ministerio de Asuntos Exteriores chino, el Instituto Chino de Estudios Estratégicos Internacionales (CIISS), publicaron en febrero de 2022 un informe conjunto titulado “Relaciones OTAN-CHINA: trazando el camino a seguir”. El grupo había analizado a lo largo de 15 meses de reuniones una amplia gama de asuntos entre los que estaban desde la evolución del área Asia-Pacífico hasta las futuras relaciones China-Estados Unidos. Por parte de la OTAN, en los encuentros participaron dos ex subsecretarios generales de la Alianza, Jamie Shea y Stefanie Babst; un exembajador de Dinamarca ante la organización, Michael Zilmer-Johns y Roger Baylon, del CSDR. La parte china estaba comandada por el general de división Gong Xianfu, vicepresidente del CIISS. Una serie de conversaciones confidenciales se centró en la relación futura entre la OTAN y China y sus diferencias. Como es natural, ambos bloques analizan y perciben el mundo desde diferentes perspectivas. En estos debates quedó claro que China percibe a la OTAN como “una maquinaria militar de la Guerra Fría” dominada por Estados Unidos que pretende impedir el ascenso de China como potencia, mientras que los países aliados de la OTAN ven a China como un régimen autoritario que “no comparte los valores democráticos occidentales, que intimida a sus vecinos mediante la coacción militar y que plantea riesgos de seguridad, económicos y tecnológicos para Occidente”. Lo sorprendente es que el grupo pudiera debatir y plasmar estas diferencias en un informe conjunto.

En septiembre del pasado 2021, tras una reunión virtual entre Wang Yi, ministro de Exteriores chino y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, este último declaró que la Alianza tenía la intención de entablar un diálogo permanente con China, pero desde entonces los contactos son apenas esporádicos. Todo ello pese a que el informe elaborado por el grupo CSDR-CIISS recomendó seis áreas convergentes entre la OTAN y China con suficiente espacio para el diálogo y la colaboración: seguridad marítima, cambio climático, seguridad regional, transparencia militar, reducción de riesgos en zonas sensibles y lucha antiterrorista. Para cada uno de estos asuntos el grupo propone la cooperación y el diálogo entre la OTAN y China. El informe contiene varias recomendaciones a considerar por los presidentes de las naciones que pertenecen a la Alianza y por China. El grupo propuso también una hoja de ruta consensuada para crear marcos de reunión y análisis entre ambos bloques. La parte china sugirió la posibilidad de abrir oficinas de comunicación permanente con la OTAN. En la segunda mitad de 2022 se iniciará la segunda ronda de consultas entre el CSDR y el CIISS. Cualquier contacto que implique un inicio de colaboración entre ambos bloques es mejor que el enfrentamiento y la desconfianza. Sea cual sea el fruto que den estas conversaciones entre la OTAN y China, Europa debe adoptar su propia política de seguridad y defensa independiente de Estados Unidos y unas relaciones diplomáticas de colaboración plena con el gigante asiático.

Entiendo las reticencias que muchas personas puedan tener con una dictadura como China (reticencias que en modo alguno hemos tenido con Arabia Saudí y un sinfín de tiranías de África y Oriente Medio), pero ser una democracia no garantiza que un país no sea una amenaza para otras naciones. Estados Unidos nació por diferentes razones y dinámicas histórico-económicas, pero el gigante americano se fundó también sobre la base de hermosos ideales de igualitarismo y fraternidad que deberían regir la vida de sus ciudadanos. Ninguno de los bellísimos preceptos recogidos en la Constitución estadounidense ha servido para que el país sea un lugar más justo que otras naciones o para que su política exterior no estuviera guiada por las peores ambiciones de los peores hombres, por la codicia y por una idea imperial sin imperio, pero con pueblos sometidos de muy diversas formas a la nueva metrópoli. Desde su fundación, Estados Unidos ha participado en innumerables guerras que solo han llevado la destrucción, la pobreza y el dolor a otros rincones del globo. A través de la Escuela de las Américas, una institución que se mantuvo operativa entre 1946 y 2001, el gigante estadounidense promocionó las dictaduras y el terror en América Latina enseñando a sus “alumnos” a torturar y asesinar, lo que derivó finalmente en golpes de Estado, escuadrones de la muerte, intentos de genocidio de poblaciones indígenas, supresión de las libertades civiles, secuestros, extorsiones, espionaje, tortura, asesinatos de opositores políticos y activistas sociales y masacres de aldeas completas. Es más que difícil imaginar que China pueda repetir esta trayectoria porque, a diferencia de lo que ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial, el planeta presenta varios super polos de riqueza y desarrollo político, militar y económico que se establecerán unos como contrapesos de los otros y que disponen de la capacidad de ejercer bloqueos económicos y sanciones que hubieran sido imposibles de aplicar a los Estados Unidos de 1945. El único paradigma válido entre Europa y China es el de la cooperación, todo lo demás es apostar por la catástrofe, y si la protagonista del nuevo siglo es una nueva competencia militar entre bloques estaremos perdidos.

 

Eduardo Luis Junquera Cubiles.