Para convertirse en parte de la Unión Europea, los países candidatos deben cumplir una serie de requisitos indispensables. En el artículo 49 del Tratado de la Unión Europea se definen unos criterios de estabilidad institucional capaces de garantizar el buen funcionamiento de la democracia y del Estado de Derecho, y la existencia de un marco jurídico que vele por los derechos humanos y por el respeto a las minorías. También se tienen en cuenta algunos criterios económicos como un mercado estable que favorezca la libre circulación de personas y capitales y la competencia. El Tratado de la Unión exige la asunción de obligaciones derivadas del Derecho y del llamado Acervo Europeo, que incluyen la adhesión a los principios económicos y monetarios de la Unión Europea. Los países aspirantes a formar parte de la Unión deben adaptar sus estructuras e instituciones para una integración más rápida y eficaz. Posteriormente, se inician los mecanismos legales para facilitar la adhesión, que consisten en la firma de acuerdos bilaterales que serán el marco de negociación entre las naciones europeas y el país candidato con el fin de establecer una serie de políticas comunes a cumplir. El paso final es una evaluación de todo el proceso-realizada por la Comisión Europea-para valorar la capacidad de cada país de asumir sus obligaciones con el fin de formar parte de Europa.

        Nada de esto ocurrió entre 1989 y 1990, durante el rapidísimo proceso que desembocó en octubre de 1990 en la reunificación de Alemania. Después de solicitar su ingreso en la Unión Europea, los países candidatos pasan años reformando su economía y sus instituciones para cumplir los requisitos de adhesión, pero los länder orientales de Alemania se unieron a la entonces República Federal y quedaron eximidos de esas condiciones. Jurídicamente, desde el 3 de octubre de 1990 los estados que habían constituido la antigua República Democrática de Alemania (RDA) formaban parte de la Alemania reunificada, lo que les convertía en parte de la Unión Europea, con todo lo que ello significaba, entre otras cosas el derecho a acceder a buena parte de los fondos europeos. Este acceso era incuestionable y estaba garantizado porque la Unión promueve políticas de equiparación entre sus miembros. Hasta 2007, cuando se inicia la llamada Europa de los 27 con la incorporación de Rumanía y Bulgaria, los estados de la antigua República Democrática estuvieron entre los territorios más beneficiados por el reparto de fondos de la Unión. Mediante el acceso al Fondo de Desarrollo Regional-el fondo creado para financiar infraestructuras de transporte en los países menos desarrollados-la antigua RDA recibió unos 30.000 millones de euros. A las cantidades aportadas por este fondo hay que unir las aportaciones del Fondo Social Europeo, el Fondo Europeo de Orientación Agrícola y el Instrumento Financiero para la Orientación de la Pesca. La suma total invertida por la Unión Europea para ayudar a Alemania es de más de 50.000 millones de euros. Pese a estas ayudas, los resultados han sido pobres: el PIB per cápita de los estados de la antigua RDA se sitúa en el puesto 14º de la Unión Europea, por debajo de países como Francia, España o Italia. El desempleo en la región de la antigua RDA asciende a un preocupante 13,5% y el índice de productividad respecto al oeste del país es solo del 76%. El Instituto de Investigación Económica de Múnich cifra en un 66% la renta de los estados de la antigua RDA en comparación al resto de Alemania. Cabe destacar que los dos países unieron sus monedas en una operación tan catastrófica como poco práctica, que estableció una paridad entre ambas divisas que no existía. Esta decisión, permitida por la Unión Europea, provocó la dimisión de entonces presidente del Bundesbank, Karl Otto Poehl. La convergencia real entre el este y el oeste está muy lejos de producirse. En cualquier caso, estas cifras constituyen un rescate en toda regla, la diferencia es que el concepto de solidaridad europea impidió que ningún país de la Unión cuestionase la idoneidad de estas ayudas.

 

         El futuro de Europa:

        De un modo u otro, Alemania ha contribuido enormemente a la construcción del proyecto europeo, del mismo modo que Europa ha contribuido a hacer de Alemania un país mejor, no solo en el orden económico, sino también en el cultural, al convertirse el europeísmo en contrapeso de cualquier corriente de pensamiento reaccionaria, aislacionista o revanchista que hubiera podido tomar forma en el país germano debido a la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial o a la gran contribución germana al proyecto solidario europeo. Europa es un proyecto que no puede ser desvinculado de la idea de la solidaridad entre los pueblos, algo que, indudablemente, se ha visto afectado durante los últimos años. No sabemos si a causa de la crisis, que ha promovido que los países de la Unión lleven a cabo políticas económicas domésticas, en contraposición a políticas globales, o a causa de un capitalismo-cuya esencia es la competencia y no la solidaridad-desbocado y desregulado que promociona el individualismo y la atomización de la sociedad. Como antes decíamos, la crisis ha servido para reforzar los prejuicios de unos países sobre otros, los estereotipos absurdos y ridículos, y la desconfianza entre las naciones que forman la Unión Europea. Alemania no puede desvincularse de su responsabilidad como país líder de la Unión, más en estos tiempos en que las fuerzas de la ultraderecha crecen en todos los rincones del continente sin que ningún representante político de envergadura levante la voz de forma enérgica contra estos movimientos. Los proyectos políticos no pueden desarrollarse al margen de la moral, de lo contrario desembocan en sistemas injustos y deleznables.

        Desde el inicio de la crisis financiera, Alemania ha llevado a cabo políticas económicas que favorecen sus intereses antes que los intereses generales de los europeos. Todos los países priorizan su propio beneficio, pero en el caso de Alemania, por su tamaño dentro del contexto europeo, esto puede llegar a ser enormemente perjudicial para el resto de miembros de la Unión a largo plazo. Era evidente, como bien ha demostrado el tiempo, que la creación de la zona euro entrañaba graves riesgos si no se hacía creando instituciones capaces de promover una unión fiscal y una política económica común a todos los países. La realidad nos muestra que algunas naciones de la Unión Europea como Dinamarca o Suecia, que mantienen su propia moneda, están creciendo a tasas superiores a las de la media europea. Pero no se trata de suprimir la moneda única ni tampoco de crecer a cualquier precio, es decir, no se trata de competir, sino de colaborar. Necesitamos poner sobre la mesa toda la inteligencia para crear y desarrollar políticas e instituciones económicas comunes que consigan ir mucho más allá de las medidas de austeridad, que se han mostrado como una solución que constriñe el crecimiento, que, por otro lado, como bien demuestra el caso de Grecia, si no es igualitario es un crecimiento estéril. Entre las prioridades de esas nuevas instituciones no solo estará la de crecer en cuanto a Producto Interior Bruto, sino garantizar que el crecimiento sea sostenible e igualitario. De lo contrario, nos esperan tiempos de desconexión entre los ciudadanos y la política, y los europeos ya tenemos demasiadas experiencias de carácter infausto que demuestran lo que puede ocurrir cuando existe un divorcio entre los ciudadanos y sus servidores públicos.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.