Todos los países deberían tener una prensa libre capaz de ejercer una crítica legítima hacia el poder político sin que esto suponga un grave conflicto entre el gobierno y los periodistas. La prensa es un pilar fundamental de las democracias modernas y, de hecho, es el único estamento verdaderamente temido por los diferentes poderes. El neoliberalismo lo entendió rápido, por eso se adueñó de la inmensa mayoría de los grandes grupos de comunicación. El sistema absorbe o trata de absorber todos los movimientos políticos, sociales o culturales que constituyan una alternativa real frente al orden establecido, y eso incluye a la prensa. Lo mismo podemos decir de las redes sociales: hace diez años, Google, Facebook, Twitter, YouTube, Yahoo, Microsoft y lo que quedaba de American On Line se mostraban reticentes a entregar a Washington datos de sus usuarios, pero todo cambió cuando el Gobierno estadounidense ofreció contrapartidas económicas a través de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA) en la segunda ofensiva contra las redes sociales, en 2012.
Hoy, hasta la disidencia está integrada. Vivimos en un mundo donde todo se compra y se vende. El ex ministro de Economía, Rodrigo Rato, lo resumió con aquella célebre frase, “¡Es el mercado, amigo!”. Rato es perfectamente consciente de que estamos en la fase más cruenta del capitalismo, la del neoliberalismo, que nos traerá un mundo gobernado por las grandes empresas, donde los Estados no tendrán poder real frente a los grandes emporios económicos porque los sectores públicos de los países habrán sido privatizados. Pero, pese a todo, lo que resulte de este brutal proceso parecerá un Estado de Derecho. Pronto, las democracias serán cáscaras vacías sin capacidad de defender de forma efectiva los derechos de los ciudadanos. A nivel mundial, los países democráticos están construyendo marcos jurídicos a medida de las oligarquías locales y transnacionales con el fin de garantizar la legalidad de las injusticias cometidas y también la impunidad de quienes las cometen. Cuando los políticos dicen defender la democracia, en realidad están defendiendo las leyes que protegen a los poderosos, lo demás son cuentos.
Para llegar a este proceso, ha sido necesario que el neoliberalismo se infiltre no solo en los medios de comunicación, sino en la universidad y en el mundo académico, lo cual incluye financiar los llamados «laboratorios de pensamiento», que emiten informes acerca de todos los temas que nos preocupan y que llegan a la prensa con un inconfundible sesgo neoliberal que termina decantando cualquier debate social del lado de los puntos de vista defendidos por el poder establecido. Es el monopolio de la erudición: solo ellos son sabios, solo ellos están capacitados para dirigir los países, para emitir diagnósticos y para aplicar soluciones, por dolorosas que sean. La impunidad jurídica de la que antes hablaba se puede ver en Brasil, donde se han inventado pruebas para encarcelar al único presidente digno de su trágica historia, Lula da Silva. Lo mismo podemos decir de la destitución de la expresidenta, Dilma Rousseff, en 2016: la Constitución brasileña determina que ha de haber un crimen de responsabilidad para iniciar el proceso de “impeachment”, y no hay nada definido en la ley como crimen que se le pueda atribuir a la expresidenta. El uso de fondos de bancos públicos para cubrir programas sociales que son responsabilidad del Gobierno (la excusa jurídica utilizada para iniciar el proceso de destitución) no constituye un crimen, incluso es una práctica frecuente en varios estados del país, y ninguno de ellos ha sufrido sanciones por este motivo. El 40% de los senadores encargados de juzgar a Dilma Rousseff estaban acusados de escándalos de corrupción. Eso no quiere decir que los Gobiernos del Partido de los Trabajadores no hayan cometido errores, pero la crítica ha de ser honesta: el periodista debe buscar la verdad y contarla.
Nicaragua está estos días en todos los medios a nivel mundial. Exceptuando los casos de este pequeño país y de Cuba, cuyas guerrillas lucharon contra sanguinarios dictadores como Batista y Somoza, los golpes de Estado en América Latina fueron auspiciados y diseñados por EE. UU. con el único fin de proteger sus intereses aun a costa de acabar con las democracias locales. Las revoluciones cubana y nicaragüense fueron movimientos de base que contaron con un amplísimo respaldo de la población. Por el contrario, golpes de Estado como los de Chile, Argentina o Brasil fueron intentos de Estados Unidos de restituir el poder de clase en estas naciones porque sólo la clase alta podía restablecer los privilegios de EE. UU. en la región. Todo esto no fue algo abstracto: existieron planes concretos con los cuales se trató de subyugar a todo un continente. La Escuela de las Américas fue fundada en 1946 en Panamá y en ella se formaron más de 60.000 personas pertenecientes a varios ejércitos de Latinoamérica. En este centro se adiestraba a los alumnos en técnicas de tortura y de inteligencia militar, todo ello orientado al control de la población mediante el terror. En la escuela se formaron alumnos tan “ilustres” como los dictadores argentinos Galtieri y Massera; el dictador panameño Manuel Noriega; el dictador boliviano Hugo Banzer; o el golpista salvadoreño Roberto d’Aubuisson. En 1976, una comisión del Partido Demócrata en el Congreso de EE. UU. reconoció estas actividades y obligó al cierre de la escuela. La institución se reabrió en 1984 bajo el Gobierno de Reagan y aún opera hoy en día, aunque en el proceso de reestructuración haya tenido varios nombres.
Ahora, los telediarios abren con noticias sobre Nicaragua y las protestas que se están produciendo en el país en contra de la reforma de la seguridad social. En los disturbios han muerto al menos 27 personas. Para que el neoliberalismo gire sus cañones y sus aparatos de mentira y de desinformación masiva sobre una nación concreta se tienen que dar dos requisitos: que el país en cuestión sea una economía menor y que el proyecto político del mismo sea un proyecto de socialismo democrático. Por eso se ataca a Venezuela, no por la deriva autoritaria de Maduro, sino por la alternativa socialista que supuso el modelo de Chávez; por la misma razón se critica con inusual dureza a Bolivia, a Ecuador y a Nicaragua, países en los que, por vez primera en su historia, han disminuido, aunque sea de forma exigua, las lacerantes cifras de desigualdad social gracias a políticas verdaderamente socialistas.
En Honduras, existen grupos paramilitares que actúan fuera de la ley, matando cuando lo consideran necesario y cuando el poder político señala al objetivo. Pero el país es aliado de EE. UU., lo cual supone quedarse fuera de la lista de naciones en las que se vulneran los derechos humanos y, sobre todo, significa también permanecer fuera del foco mediático. Los medios llamaban la atención hace días sobre la trágica muerte del periodista Ángel Gahona mientras relataba en directo los disturbios en Bluefields, una pequeña ciudad del caribe nicaragüense. En Méjico-el país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo-murieron 13 periodistas durante 2017 y no vimos ni la menor reseña en la prensa porque el país es un aliado de EE. UU. Hay excesos de todo tipo contra los derechos humanos en Nicaragua procedentes del poder político, pero la cuestión es que este país ha sido una alternativa al neoliberalismo imperante en el resto de América Latina, además es una nación pequeña, por eso está hoy en los medios. La preservación de la democracia es la excusa utilizada, el objetivo real es derrocar como sea a los gobiernos socialistas, principalmente en países muy dependientes del exterior y con poca capacidad de defenderse. Las manifestaciones en Nicaragua están dirigidas por las oligarquías financieras, que quieren hacer del país el mismo lodazal de impunidad y desigualdad que son Honduras, Guatemala y El Salvador. Todo con el apoyo de organizaciones «defensoras» de los derechos humanos muy vinculadas a EE. UU., que ponen el grito en el cielo ante las protestas en Nicaragua mientras callan los excesos ejercidos por las fuerzas del orden en Honduras y en el resto de Centroamérica, de manera que no nos dejemos engañar.
Por idénticas razones no se dice nada de Arabia Saudí, principal comprador de armas fabricadas por EE. UU. y el segundo país productor de petróleo del mundo. Se critica a Irán, una infame dictadura, pero no por serlo ni por sus execrables crímenes, sino porque el país no termina de alinearse con Occidente; lo mismo podemos decir de China y de su inmenso poder político y económico que le otorga una vergonzosa impunidad. Por los mismos motivos, jamás se dice nada de uno de los países africanos en los que menos se respetan los derechos humanos: Guinea Ecuatorial, la segunda dictadura, tras Cuba, más longeva del planeta. Obiang lleva 39 años matando y torturando indiscriminadamente, pero nunca contradice los planes geoestratégicos de Francia y de España en la región. Esa es la clave: la prioridad para Occidente no es que los países menos adelantados se conviertan en democracias transparentes y avanzadas, sino que se alineen con sus intereses económicos. Cuando se levanten las alfombras de los palacios de Malabo nos vamos a hartar de escuchar discursos hipócritas que condenarán el terror de Obiang, que se está produciendo justo en este instante, pero ahora nadie mueve un dedo contra él.
EDUARDO LUIS JUNQUERA CUBILES