Occidente, con su larga e inconclusa historia de intervencionismo, suele otorgar certificados de democracia y de ética al resto de países, pero no lo hace en función de la verdadera calidad democrática de cada Estado, sino del grado de colaboración y afinidad con los intereses de EE. UU.  y Europa que muestre el país en cuestión. Pongamos el ejemplo de Turquía: más de cuatro meses después del intento de golpe de Estado que comenzó a las 23 horas del viernes 15 de julio de 2016, la deriva autoritaria del Gobierno de Erdogan es indudable. Corresponde al poder judicial turco investigar y dictar sentencia contra los autores de la intentona golpista, pero el Gobierno turco, a las 14:00 horas del sábado 16 de julio, dos horas antes de que el ejército emitiera un comunicado en el que confirmaba la recuperación del control de la situación, se apresuró a destituir a 2.745 jueces y magistrados, lo cual da lugar a pensar que ya había algún listado de los no sumisos con el poder político, porque es imposible que hubiera tiempo material para confirmar que alguno de ellos estuviera implicado en la asonada golpista.

        También hemos sabido que, en los días posteriores al golpe el Ministerio de Educación suspendió de sus empleos a 15.200 maestros públicos. Del mismo modo, retiró su licencia de profesores a 21.000 personas que trabajaban en escuelas privadas. Por su parte, el Consejo de Educación reclamó la dimisión de todos los decanos, sin excepción, de las universidades públicas y privadas del país: todos serán investigados y, previsiblemente, sustituidos por seguidores del propio Erdogan. Todo al más puro estilo soviético. La purga afecta ya a unas 60.000 personas. Como es natural, Europa y EE. UU. han mostrado su «preocupación» por el debilitamiento del Estado de Derecho turco. En Turquía, existen serias restricciones a la libertad de prensa; se han intervenido o cerrado algunos de los diarios de mayor tirada y lo mismo ha ocurrido con varias televisiones. En los últimos años, cientos de miles de páginas web han sido cerradas por la Autoridad de Telecomunicaciones turca, incluyendo el cierre temporal de las principales plataformas (Twitter, Facebook y YouTube). La Autoridad de Telecomunicaciones es un órgano político que ha ordenado más del 96% de estas acciones, mientras que el resto, algo más de un exiguo 3%, corresponde a sentencias judiciales. Más de 20 leyes turcas que afectan a los medios de comunicación contravienen la Convención Europea y son utilizadas de forma continua con el fin de arrestar, encarcelar y procesar a los periodistas. Muchos de ellos están en riesgo de ser acosados o perseguidos de alguna manera: la representación para la libertad de prensa de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) calcula que son unos 1.000, mientras que entre 60 y 70 están hoy en prisión.

        Nada como el miedo para imponer medidas de excepción. El propio Erdogan, cinco días después del intento de golpe, pidió a la población que continuara apoyándole en las calles. Era una forma de mantener la tensión y continuar infundiendo temor con el fin de que hasta los turcos más moderados vieran como inevitables ciertas medidas que se tomaron los días inmediatamente posteriores a la asonada. Dos días después de la intentona golpista, se declaró el estado de emergencia y se suspendió de forma temporal la Convención Europea de Derechos Humanos. Exactamente lo mismo que hizo Francia tras los atentados en la sala Bataclán, aunque está por ver si el Gobierno turco derogará por completo la convención o, como hizo Francia, «solamente» algunos derechos no fundamentales. Esta suspensión está prevista en el artículo 15 de la convención cuando un país declara el estado de emergencia, y no debería afectar a derechos fundamentales como el de la vida, la prohibición de la tortura o el castigo al margen de la ley. No parece el caso de la actual Turquía: tan solo unos días después del golpe fallido, Erdogan ya manifestó su intención de restablecer la pena de muerte en el país. Entre las últimas medidas anunciadas por el Gobierno turco están el cierre de más de 370 asociaciones, entre ellas la organización feminista KJA. En definitiva, el intento de golpe creará una Turquía menos democrática y definitivamente alejada del proyecto europeo, algo que, sospecho, ya estaba en la estrategia de Erdogan.

        El Gobierno de Erdogan, en una muestra más de intolerancia y sectarismo, ha buscado una excusa muy endeble al intentar culpar al teólogo exiliado, Fethullah Gülen, de inspirar el golpe desde Estados Unidos, puesto que este clérigo nunca ha expresado el menor deseo de un proyecto violento, integrista o no democrático para Turquía y siempre ha condenado la violencia en todas sus formas. Pero el propio presidente turco sabe que nada mejor que la amenaza de un enemigo exterior para unir a la población en torno a eslóganes vacíos como la «unidad de la patria» o «el bien común». Nada de esto era necesario porque el propio ejército ha reconocido que los sublevados representaban una proporción minúscula e insignificante del mismo. Si esto es así ¿por qué han sido detenidos, acusados de golpistas, nada menos que 118 generales y almirantes de un total de 356 militares con esa graduación? Esta cifra supone un tercio del ejército en sus escalones más altos, lo cual nos hace pensar de nuevo en listas «negras» previamente elaboradas. Nada nos puede sorprender porque el propio Erdogan, hace tan solo unos meses, puso como ejemplo a la Alemania de Hitler como modelo de sistema presidencialista.

        En su deseo de acabar con el régimen sirio, Erdogan ha prestado apoyo al Estado Islámico y al grupo terrorista Al-Nusra. El presidente turco comparte con el Estado Islámico el odio contra el pueblo kurdo, cuyas continuas proclamas separatistas exasperan al Gobierno de Ankara. Los kurdos constituyen la primera fuerza terrestre que está derrotando al Estado Islámico, haciéndole retroceder de sus posiciones. Los intereses son tan sucios como siempre lo han sido en las luchas de poder a lo largo de la Historia, luego olvidémonos del debate de una Turquía democrática o totalitaria porque nada de eso importa de verdad en Occidente.

        Se pone el foco sobre Turquía para continuar con el guion geoestratégico de EE. UU.  y de algunos países europeos en la región. Pero si los derechos humanos, la libertad de prensa y la pluralidad democrática fueran la prioridad, se hablaría con urgencia de Arabia Saudí, fiel aliado de Occidente que lleva décadas financiando el terrorismo internacional. Aunque no lo haga a través de canales oficiales o estatales (las donaciones las hacen saudíes, cataríes y kuwaitíes acaudalados a título privado), lo hace promoviendo el wahabismo, la corriente más radical y excluyente del Islam suní, en colegios y universidades que impregnan de esta ideología toda la sociedad saudí, parte del Golfo Pérsico y grandes áreas del Magreb.

        El wahabismo inculcado a los niños en las escuelas coránicas garantiza varias cuestiones: la perpetuación de la discriminación de la mujer, la prevalencia de la sharia (preceptos religiosos musulmanes) sobre cualquier constitución o ley civil, la percepción «natural» del no musulmán como no depositario de derechos fundamentales y el fanatismo activo, incluyendo acciones terroristas, de los islamistas más manipulables. Ninguna ideología política o religiosa justifica el sacrificio de vidas humanas. En Arabia Saudí, las mujeres carecen por completo de la condición de ciudadanas. Necesitan del permiso paterno o de la autorización del esposo para realizar actividades como estudiar en la universidad, salir de casa, someterse a operaciones quirúrgicas, obtener un trabajo, etcétera. Las lapidaciones por adulterio son frecuentes. La homosexualidad está penada con la muerte. La nueva ley «antiterrorista», aprobada en 2014, criminaliza cualquier actividad en defensa de los derechos humanos y civiles. Se están castigando delitos tales como la apostasía, esto es, el rechazo al Islam, y también la conversión a otras religiones. Las ejecuciones son siempre públicas. Las personas acusadas reciben brutales palizas, se les obliga a firmar confesiones que son aceptadas por los tribunales, se les impide dormir, no reciben ni comida ni agua y permanecen hasta veinticuatro horas de pie. Algunos ejecutados, entre los cuales había menores de edad y extranjeros, lo han sido por adulterio. A muchos se les crucifica, otros son colgados de grúas. Las autoridades saudíes pretenden controlar y bloquear las redes sociales, prohíben las manifestaciones pacíficas y se niegan a aprobar una ley que regule la creación y el funcionamiento de grupos independientes que defiendan los derechos humanos. Los defensores de estos derechos sufren actos de violencia indiscriminada, hostigamiento, detenciones y encarcelamientos arbitrarios. Bajo custodia policial son habituales la tortura y los malos tratos. La flagelación y la amputación de miembros, al igual que las decapitaciones, continúan siendo castigos frecuentes.

        Pues bien, en enero de 2014, Arabia Saudí se incorporó al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, algo que ha utilizado para eludir la Justicia, precisamente, por graves violaciones de derechos humanos. El pasado mes de junio, el país saudí consiguió que el informe anual de la ONU que denuncia a los países que atentan contra los derechos de la infancia, eliminara las alusiones a la coalición militar que Riad lidera en Yemen. La propia ONU atribuía a los bombardeos de la coalición el 60% de las muertes de los menores de Yemen. Para ocultar estos datos en el informe, Arabia Saudí amenazó al Secretario General de la ONU con retirar aportaciones económicas a diversos programas de Naciones Unidas, no sólo de la propia Arabia Saudí, sino también de la Organización para la Cooperación Islámica formada por 57 países.

        Desde el verano de 2015, Arabia Saudí preside el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El embajador saudí, Faisal bin Hassan Trad, obtuvo ese puesto gracias al voto secreto de Reino Unido, tal y como revelaron los acuerdos secretos filtrados por WikiLeaks. A cambio, la empresa británica BAE Systems ha recibido desde 2010 varios miles de millones de euros en contratos militares con el reino saudí. Arabia Saudí es el principal cliente a nivel mundial de equipos militares británicos y adquiere cada año casi el 50% de todo el armamento que exporta Reino Unido. Riad también es el principal comprador de armas de EE. UU. y el primer importador del mundo. Por su parte, Estados Unidos es el principal fabricante y exportador de armas del planeta, y en este país las donaciones de campaña de la industria armamentista son imprescindibles para que un candidato consiga llegar a la Casa Blanca. Todo esto explica la indulgencia con Arabia Saudí.

        Este es el mundo que entre unos y otros hemos creado, y así funcionan las cosas en la política mundial.

 Eduardo Luis Junquera Cubiles.