Una de las cuestiones más trascendentes para nuestro país en materia de recursos públicos fue la reforma del artículo 135 de la Constitución (respaldada por los dos grandes partidos, PP y PSOE), que se aprobó con 316 votos a favor y 6 en contra el 2 de septiembre de 2011 e introdujo en la Carta Magna el principio de estabilidad financiera para limitar el déficit. En uno de sus puntos se dice: “Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión”. Después de la reforma, el artículo se refiere a la necesidad de aprobar una ley orgánica que desarrolle los principios contenidos en el mismo. Esto se realizó el 27 de abril de 2012 mediante la aprobación de la Ley Orgánica 2/2012 de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Si bien podemos pensar que la intención inicial era ofrecer al mundo algunas medidas que otorgasen credibilidad a nuestra política fiscal a largo plazo, en un tiempo en que todos los indicadores económicos de España eran nefastos, no es menos cierto que, finalmente, se homologó el marco legislativo de nuestro país a los requerimientos del Tratado de Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria, un acuerdo que meses después firmaron y ratificaron los países miembros de la zona euro, que establecía en su artículo 3.2 que “las provisiones para la estabilidad presupuestaria deben tener fuerza legal en los países firmantes, preferiblemente en las constituciones”.
En la actualidad, buena parte de la deuda pública española está en manos de inversores y bancos extranjeros, en concreto el 50,54%, lo cual supone una cantidad de 431.948 millones de euros. El artículo 135 garantiza el cobro de esa deuda, y lo hace no sólo para los bancos extranjeros, sino también para los españoles. Pero ¿cuál era la situación en 2011? En esa fecha, la banca española acumulaba deudas con los bancos extranjeros por valor de 226.000 millones de euros en préstamos y en títulos de deuda pública, cantidad que, a finales de 2017, se había reducido hasta situarse en 93.000 millones; mientras que nuestras grandes empresas debían a bancos extranjeros 496.000 millones de euros, cifra que pasó a ser de 175.000 millones en el mismo período. Los más beneficiados por esta reducción de la deuda fueron los bancos alemanes y los franceses y, en menor medida, los holandeses y los británicos. Como contrapartida, según datos del Banco de España, la deuda exterior del país ha aumentado un 12% desde el inicio de la presidencia de Rajoy y se sitúa en niveles cercanos a los dos billones de euros, a la vez, los bancos españoles han reducido sus deudas con los bancos extranjeros en un 44% y las empresas de nuestro país en un 48%.
El Banco Central Europeo se financia a través de los bancos centrales de los países de la Unión Europea (incluyendo aquellos que no pertenecen al euro), de manera que se ha producido una reducción de la deuda de los bancos privados mediante una gran transferencia de dinero público (dinero de todos nosotros) a través del BCE. Es fácil de entender puesto que Alemania controla casi el 18% del capital del Banco Central Europeo, Francia algo más del 14%, Italia el 12,3% y España el 8,8%.
En diciembre de 2011, pocos meses después de la reforma del artículo 135 de nuestra Constitución, el Banco Central Europeo prestó a los bancos de la zona euro 489.200 millones de euros a devolver en tres años. El BCE exigió como aval deuda pública y préstamos bancarios de calidad (no calificados como activos tóxicos). A esta medida se acogieron 523 entidades bancarias. Mediante este mecanismo, la banca española, que entonces era enormemente reticente a conceder préstamos a particulares y empresarios, tomó dinero prestado del BCE con el cual saldó buena parte de las deudas contraídas con la banca privada alemana y francesa. Así fueron devueltos 140.000 millones de euros en tiempo récord. Apenas dos meses después, en febrero de 2012, el BCE repitió la operación y puso a disposición de la banca privada (recordemos que el BCE no puede prestar dinero a los Estados ni a los bancos centrales de cada país ni tampoco puede comprar su deuda) otros 530.000 millones de euros a devolver en tres años por las entidades. En este último caso, el número de bancos que se acogieron a la subasta fue de 800. Los bancos españoles tomaron 150.000 millones, una cantidad inaudita teniendo en cuenta el peso de España en el BCE y el porcentaje que nuestro país representa en la zona euro (el 11%). “Casualmente”, a lo largo de 2012 la banca española devolvió dinero a bancos extranjeros por valor de 170.000 millones. Entidades privadas de Alemania, Francia y Holanda recibieron casi el 60% de esta increíble cantidad mientras el crédito continuaba restringido.
La tercera gran operación de inyección de dinero por parte del BCE se produjo en marzo de 2015, tras comprobar el supervisor europeo que la deuda a la banca privada era devuelta a una velocidad considerablemente menor respecto a 2011 y 2012. Desde el BCE se anunció que se iba a adquirir deuda pública y privada a las entidades por valor de más de 700.000 millones de euros anuales. El resultado era previsible: bancos británicos, franceses y alemanes fueron los más beneficiados por la medida y recuperaron más de 100.000 millones de euros.
La llamada “regla de gasto” está recogida en el artículo 12 de la Ley Orgánica 27/2012, y fue creada para dotar de forma jurídica al nuevo artículo producto de la reforma de la Constitución. Este conjunto de medidas actúa limitando el crecimiento del gasto público, que no puede aumentar por encima del crecimiento del PIB. Esto significa que, si los ingresos de cualquier administración crecen más allá del aumento del PIB, los ingresos sobrantes se deben utilizar para pagar la deuda. La única excepción es que el crecimiento fuera debido a un cambio en la normativa de impuestos. Toda esta arquitectura legal deriva, finalmente, en que el pago de la deuda no se produzca de una forma práctica o a discreción, sino por ley y de forma obligatoria, lo cual conduce a situaciones tan absurdas como la que sucedió hace casi un año, cuando el Ayuntamiento de Madrid anunció que el superávit del ejercicio 2016 ascendía a 1.022 millones de euros (el de 2017 fue de 1.120 millones). El deseo de los responsables del consistorio madrileño era que parte del superávit de 2016 fuera destinado a fines sociales, pero la ley lo impidió con el fin de que ese dinero se destinase a pagar la deuda, algo totalmente legal en virtud del artículo 135 de nuestra Constitución. El Ministerio de Hacienda intervino las cuentas del Ayuntamiento de Madrid tutelando semanalmente las operaciones del consistorio. El entramado legal se ha convertido en el parapeto de quienes defienden la injusticia. Las leyes protegen a la banca hasta extremos delirantes: muchas entidades bancarias ¡penalizan! A quienes devuelven los préstamos antes del plazo exigido, con lo cual, sólo en 2016, este tipo de sanciones tuvieron un coste para el Ayuntamiento de Madrid de más de un millón ochocientos mil euros.
Pero, no nos engañemos, varias Comunidades Autónomas y decenas de ayuntamientos incumplen la regla de gasto sin consecuencia legal alguna, luego es fácil pensar que estamos ante una decisión política por parte del ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que desearía, una vez más, hacernos ver que no es posible llevar a cabo una política económica fuera de los actuales parámetros neoliberales, y menos en un ayuntamiento de la importancia del madrileño. Pero esta no es la única razón que motivó la intervención del Ministerio de Hacienda. En realidad, el conjunto de administraciones españolas tuvo un superávit de más de 7.000 millones en 2016. Desde la Unión Europea no se percibe el desglose de las cuentas de toda España, sino el conjunto de las mismas. El dinero procedente del superávit de un ayuntamiento como el madrileño puede servir para embellecer las cuentas de la Hacienda pública española ante nuestros socios de la Unión. No es, por tanto, un castigo administrativo, sino político, además de una cuestión de conveniencia para el Gobierno central. El ministro Montoro, además, teme que otras administraciones imiten a Madrid y demuestren que se puede hacer una política económica eficiente con un fuerte componente de inversión social.
La reforma del artículo 135 no fue acompañada de ninguna medida más allá, que no es poco, de garantizar el pago de la deuda por encima de cualquier otra cuestión, lo cual supuso legalizar la debilitación del Estado de bienestar. España pasó así de ser un Estado social a un Estado indefenso ante los vaivenes de la economía de mercado, no sujeta a controles democráticos de ninguna clase. La reforma impuso a nuestro país el deber de no endeudarse, algo muy sensato, pero no se hizo distinción alguna sobre si el endeudamiento se producía para realizar inversiones en infraestructuras, para garantizar los servicios sociales o para cualquier otra inversión importante más allá de garantizar a la banca privada la recuperación de su dinero, conseguido, por otra parte, mediante mecanismos poco eficientes además de inmorales que garantizan el poder omnímodo de la banca privada sobre los Estados. En el artículo 1º de nuestra Carta Magna, España se define como “un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. ¿Qué sucede si no se desarrollan leyes capaces de hacer realidad las aspiraciones recogidas en nuestra Constitución en cuanto a igualdad y justicia social? Poco a poco, políticos partidarios del neoliberalismo modifican leyes y crean normas y marcos jurídicos que socavan el Estado de Derecho hasta construir un modelo de sociedad diferente al Estado de Bienestar surgido en Europa y Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Estos políticos, aunque hayan sido elegidos democráticamente, no tienen vocación de servidores públicos y quieren hacernos creer que el nuevo modelo es el único posible, ese modelo se muestra como una maquinaria al servicio de las élites que se sirven, para perpetuar su dominio, de los recursos del Estado al que aspiran a destruir.
El neoliberalismo se muestra cada vez con menos complejos y su lenguaje es más descarado y avasallador. Sólo así se entienden las palabras del ministro alemán de Economía, Wolfang Schaüble, quien, en 2015, durante la reunión entre el entonces ministro griego de Finanzas, Yannis Varoufakis, con el Eurogrupo, formado por los ministros de Economía y Finanzas de la eurozona y los representantes de la troika —BCE, Comisión Europea y Fondo Monetario Internacional—, le espetó al ministro griego: “¡No se puede permitir que las elecciones cambien el programa económico de un Estado miembro!”. Toda una declaración de intenciones no sólo de Schaüble, sino de la mayoría de nuestros políticos, decididos a saltar por encima de los poderes democráticos. El llamado Eurogrupo es un organismo que no existe en la legislación europea, que no está sometido a controles democráticos y que no recoge actas oficiales acerca de sus deliberaciones.
Punto y aparte es el impacto de la ley desde el punto de vista jurídico, puesto que, al incluir en nuestra Constitución un artículo que garantiza mediante el desarrollo de una ley orgánica la estabilidad presupuestaria, se corre el riesgo de que cualquier política económica expansiva de carácter social sea calificada como inconstitucional. Esto es absurdo en la medida en que se considera la devolución de la deuda como una prioridad que acaba siendo asumida por todos como un axioma sagrado e irrebatible que no tiene en cuenta que hasta los organismos internacionales partidarios de la austeridad y del neoliberalismo se han visto obligados a cambiar de modelos económicos debido tanto a sus diagnósticos errados como a sus “soluciones” ineficaces.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.