El neoliberalismo apela al poder del Estado solo cuando necesita de forma imperiosa el capital que garantice su supervivencia o cuando quiere modificar el marco jurídico de un país, pero nunca para repartir beneficios. La socialización de las pérdidas es una estafa para los ciudadanos. De esta manera, las reestructuraciones de deuda se publicitan desde los medios de comunicación controlados por los grandes poderes económicos como inevitables argumentando que, de no socializarse esas pérdidas (financiación con dinero público), se corre el riesgo de que todo el sistema se desmorone, lo cual generaría perjuicios aún más cuantiosos para el erario que los utilizados para el rescate. En tiempos de crisis es más fácil que los gobiernos tomen medidas de excepción que la población nunca aceptaría en épocas de bonanza. El miedo nos hace asumir políticas económicas nefastas como si fueran males menores en comparación a alternativas que poseen un perfil aún peor. El neoliberalismo se ha apropiado del discurso intelectual en todos los órdenes, y el económico no puede ser menos porque la economía es la principal herramienta de dominación de los pueblos. Una de las cosas que no debemos hacer es otorgar recursos públicos a los mismos gestores que provocaron la crisis. Los mismos bancos que recibieron ayudas públicas en España desahucian a familias que no pueden hacer frente a sus hipotecas. Pero existen ejemplos de otras formas de afrontar los rescates bancarios.
En 1992 se desplomó el precio de la vivienda en Suecia. La crisis provocó la quiebra técnica de cinco de los siete bancos más importantes. El Gobierno sueco inyectó 65.000 millones de coronas (más de 18.000 millones de dólares) en sus bancos. La cantidad equivalía al 4% del PIB del país. Ese dinero, respecto al PIB de Suecia, era similar a los 700.000 millones de dólares invertidos por Estados Unidos en 2008 para rescatar a las entidades en apuros. La gestión sueca castigó a acreedores y a accionistas porque se garantizaron los depósitos de los clientes, pero no el dinero de quienes poseían acciones; el Gobierno también expulsó a los gestores de los grandes bancos y el rescate no tuvo coste para los ciudadanos. Las medidas fueron tomadas por el Ejecutivo ante la alarma generada por el aumento del desempleo, que llegó casi al 12%, una tasa inusual en un país nórdico. Los tipos de interés pasaron del 1% al 5%. Las condiciones que el Estado sueco impuso a la banca privada demuestran que es posible gestionar una crisis de deuda sin perjudicar a los ciudadanos: al final, el coste total del rescate fue inferior al 2% del PIB de Suecia, aunque algunos expertos opinan que, dependiendo de cómo se hagan los cálculos, el erario sueco no habría sufrido pérdidas. Como consecuencia de la inflexibilidad del Gobierno, el mayor banco sueco de entonces, el SEB, decidió no acogerse a las ayudas y se financió con sus propios recursos. La respuesta de los llamados mercados fue extremadamente rápida: la corona sueca recuperó su valor y la inversión extranjera retornó al país. El sistema bancario del país acabó completamente saneado y todo el proceso se hizo con criterios de transparencia y bien público. No es necesario que comparemos el proceso con las operaciones y artificios llevados a cabo por el BCE, la Comisión Europea y el FMI respecto a Grecia.
El FMI ha reconocido en varias ocasiones la poca utilidad de algunas de sus recomendaciones para que los países solucionen los problemas económicos derivados de las crisis. Economistas de este organismo solicitaron en 2009 el estudio de programas de reestructuración de deuda familiar aplicables a países como España, Irlanda o Estados Unidos. Estos planes estaban inspirados en el rescate de Islandia de 2008, donde el Gobierno abandonó a su suerte a sus tres entidades más grandes (Kaupthing, Glitnir y Landsbankinn), permitiendo su quiebra y encarcelando a sus principales gestores. En febrero de 2015, el exdirector ejecutivo del Kaupthing, Hreidar Mar Sigurdsson, fue condenado a penas de entre cuatro y cinco años y medio de prisión; el expresidente del consejo de administración, Sigurdur Einarsson, a cuatro; y Ólafur Ólafsson, uno de los principales accionistas, y el director de la filial en Luxemburgo, Magnús Guðmundsson, a cuatro años y medio, todos ellos por manipulación de mercado. Las penas fueron ratificadas por el Tribunal Supremo de Islandia en 2015. También estuvo a punto de entrar en prisión el ex primer ministro, Geir Haarde, aunque al final resultó exculpado de tres de los cuatro cargos de los que era acusado. No era para menos, tras años de falta de supervisión por parte de los reguladores islandeses, el resultado para la economía del país era devastador: el tamaño de los bancos era diez veces superior al del PIB de Islandia; la bolsa cayó en picado y el 80% de las acciones perdieron su valor; la mitad de las empresas del país estaban en quiebra técnica; el 97% del sector bancario resultó afectado, algo inaudito; la corona islandesa se devaluó hasta en un 50% y el paro alcanzó el 10%.
La caída de los principales bancos supuso enormes pérdidas para sus inversores, pero, a cambio, la sociedad no corrió con las deudas generadas por la banca privada. El Parlamento estableció una comisión dotada de enormes medios para descubrir la verdad. Las conclusiones de esta fueron claras: el sistema bancario islandés era extraordinariamente opaco y sus operaciones eran, en gran medida, fraudulentas. El Estado asumió el control directo de los bancos a través de la Autoridad Supervisora Financiera de Islandia. El Gobierno islandés estableció 100 nuevos impuestos e impuso controles a los flujos de capital desconocidos en la Unión Europea. Islandia se acogió a un rescate con dinero del FMI y también tomó prestado capital procedente de otros países nórdicos. Pero lo más destacable del rescate islandés fue la reestructuración de deuda hipotecaria para miles de familias, que de esta forma evitaron los desahucios. También se anularon parcialmente las deudas hipotecarias, pudiendo acogerse a estos planes todas las familias que cumplieran con ciertas condiciones, como que la deuda pendiente fuera superior al 110% del valor de la vivienda, que las hipotecas estuvieran vinculadas a productos financieros declarados ilegales o que las familias tuvieran determinados requisitos respecto a su capacidad de pago real. Finalmente, estas medidas derivaron en aplazamientos temporales (algo que hubiera evitado el desahucio a decenas de miles de familias españolas). También se negociaron los plazos de pagos y los tipos de interés. Tres años después, la reducción de deuda hipotecaria equivalía al 13% del PIB del país, algo que repercutió en el 25% de la población. Hay que decir que la respuesta del Gobierno se producía por la enorme presión del pueblo islandés, que se echó a las calles al inicio de la crisis exigiendo justicia y provocando la caída del Gobierno de Geir Haarde. Las reformas en Islandia han supuesto un nuevo marco jurídico en el país nórdico que tiene como fin promover la transparencia y evitar las malas prácticas financieras.
Otro ejemplo de que las cosas pueden hacerse mejor es Holanda y su banco ING, junto a ABN Amro, la joya de la corona para los holandeses. Al inicio de la crisis, Holanda se vio obligada a inyectar 10.000 millones de euros en ING, un banco enormemente expuesto al mercado hipotecario de Estados Unidos. Los directivos de ING decidieron entonces tomar un nuevo rumbo: el banco disminuyó de tamaño y centró sus operaciones en el mercado europeo. ING abandonó sus inversiones en banca financiera y de inversión para focalizarse en operaciones de banca tradicional, convirtiéndose en un banco más seguro y con más recursos que le permiten hacer frente a cualquier contingencia. Para llegar a esta situación, la entidad holandesa vendió múltiples negocios en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña y también se deshizo de sus aseguradoras en Argentina y Corea del Sur. Estas operaciones significaron unos ingresos para el banco de más de 40.000 millones, lo que demuestra que la eficacia y la sostenibilidad son criterios más importantes en el negocio bancario que el tamaño, que además puede ser un factor de riesgo para la economía de todo un país: el primer listado de los llamados “bancos sistémicos” se elaboró en 2011 en el seno del Consejo de Estabilidad Financiera y en él figuraban las entidades que por su tamaño y en caso de tener problemas de solvencia podían hacer quebrar la economía de todo un país y extender los problemas al resto del mundo. Continuando con el caso de ING, la entidad holandesa fue capaz de devolver al Estado holandés más dinero del que fue necesario para rescatar al banco. ING pactó con el Estado una devolución de dinero con intereses al 12,5%. A este dinero hubo que sumar 1.400 millones de euros procedentes de la venta del negocio de ING en Estados Unidos. Como consecuencia de la nueva gestión, ING se ha convertido en uno de los bancos más eficientes, solventes y mejor gestionados del mundo.
Eduardo Luis Junquera Cubiles.