Hace unos años Morgan Freeman-los grandes también se equivocan-declaró que el racismo se soluciona dejando de hablar de él. Eso supone negar que existe toda una superestructura social, política y jurídica racista que causa un sufrimiento personal indecible y que discrimina y pone barreras, en ocasiones infranqueables, a los miembros de determinadas minorías. El alcance de esa superestructura supera con mucho los sentimientos subjetivos que los individuos puedan experimentar en cuanto a sentirse marginados: el racismo es real y sus efectos sobre las personas son devastadores no solo en el orden psicológico, sino en el práctico porque impide o ralentiza el progreso de millones de personas, que deben demostrar de continuo su valía ante el grupo dominante. Las poblaciones de negros e hispanos de Estados Unidos no salen a las calles a protestar tan solo por la muerte de George Floyd, sino porque están más que cansadas de recibir agresiones explícitas o sutiles de un sistema discriminador que comienza a hacerles daño desde la infancia. No hay mayor verdad que aquella que hemos vivido, de manera que si alguna vez has sido discriminado por algún motivo sabes bien de qué hablo. Casi todo lo bueno que florece en el alma humana lo hace en un ambiente de amor, aliento y acogida, lo contrario de la discriminación, que arrasa nuestra naturaleza individual hasta lo más íntimo, llenando nuestra mente de dudas y miedos acerca de nosotros mismos y de nuestras capacidades.

La violencia que estamos viendo en Estados Unidos es injustificable. Si quieres mejorar tu país estudia, trabaja, elabora propuestas, participa de las asociaciones vecinales, de los sindicatos, de las organizaciones de consumidores, de las instituciones culturales, de la vida política, en suma. Si quieres un mundo más justo sé un ciudadano honesto en todas y cada una de tus circunstancias. Pero ¿cuántos millones de ciudadanos negros en Estados Unidos educan a sus hijos en estas ideas para comprobar que su progreso económico y social tiene un techo y se detiene dónde empieza el racismo? No carguemos las tintas sobre Trump: convertirlo a él en nuestro particular demonio tal vez nos ayude a olvidarnos de nuestras propias miserias, pero nos impedirá ser más responsables y coherentes en la lucha contra esta lacra. Bien decía Faulkner que “Ser víctima no implica ser inocente”. ¿O no había racismo en Estados Unidos en tiempos de Obama? Aunque sí es cierto que ningún presidente ha practicado un discurso de división como el propio Trump, por lo demás un dirigente desconectado por completo de la realidad que le ha tocado vivir.

Pocos días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush mantuvo una reunión con líderes de la comunidad sij y musulmana de Estados Unidos. Incluso un presidente como él, absolutamente nefasto para su país y para el resto del mundo en cuanto a políticas desregulatorias que dieron lugar a la crisis de 2008 (la derogación de la ley Glass-Steagall por parte de Bill Clinton también fue decisiva en este sentido) y por la invasión de Irak en 2003, fue capaz de reunirse con estadounidenses sijes y musulmanes para pronunciar ese discurso de unidad tan de Estados Unidos, tan aglutinador y emotivo. Y las personas no solo somos raciocinio, somos también corazón y necesitamos ese aliento de las palabras que un poco nos engañan y otro poco nos ayudan a caminar y a seguir con el día a día cuando todo son nubes negras. Por el contrario, Trump se muestra incapaz de hacer el menor gesto en aras de la unidad, la convivencia y la cordura. La vergüenza de los próximos años será explicar a las nuevas generaciones que políticos racistas, machistas, homófobos y misóginos como Trump, Bolsonaro, Orbán o Salvini llegaron al poder con nuestros votos.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.