Retomando de nuevo la figura de Helmut Kohl: el canciller de Alemania se opuso en un principio no a la creación del euro, sino a que la aparición del mismo no fuera acompañada de mayores competencias políticas de la propia Unión Europea-con la obligatoria cesión de soberanía de todas las naciones- y también de reformas en materia fiscal que obligasen a los países implicados en el proyecto de la moneda única a asumir por entero los compromisos necesarios para llevarlo adelante. Kohl creía que este proceso progresivo de integración política y económica del continente duraría décadas. De hecho, el tiempo le dio la razón y la crisis financiera de 2007-2008 puso de manifiesto las enormes carencias estructurales de la zona euro, aunque lo cierto es que fue el diseño de la arquitectura jurídico-económica del euro, liderado por entero por la propia Alemania, el que dio lugar a un proyecto lastrado desde su nacimiento. En realidad, el empeño de Francia y de Italia para llevar adelante la moneda única fueron decisivos. En la trastienda de la política europea queda la concesión de Francia a una reunificación de Alemania en 1990 a condición de que Kohl diera el visto bueno a la unión monetaria cuando no existían instituciones europeas capaces de garantizar el buen funcionamiento de la moneda única. Los alemanes también eran partidarios de la creación de un Tesoro de la Unión Europea y de una suerte de gobierno con competencias en materia económica. Las reticencias de Kohl y de sus asesores eran tales que fue necesario hacer un Banco Central Europeo a imagen y semejanza del Bundesbank para que Alemania consintiera en crear la moneda única.

        Los criterios para acceder al euro fueron absurdamente flexibles, tanto que ninguno de los países candidatos fue excluido del proyecto: según Eurostat, los países del euro incumplieron los límites de déficit (3% del PIB) o deuda (60%) que establecía el Tratado de Maastricht en 137 ocasiones entre 2000 y 2010. Alemania y Francia rebasaron los límites en 14 ocasiones cada uno. Países como España o Irlanda lo hicieron solo 4 y 5 veces, respectivamente, y en ningún caso antes de la crisis financiera de 2007-2008. Por el contrario, Finlandia, Luxemburgo y Estonia cumplieron siempre todos los criterios de convergencia. El caso opuesto fue Grecia, que superó todos los años el límite de déficit y el de deuda. También sobrepasaron el límite máximo de deuda pública, Italia, Bélgica y Austria. Respecto al Banco Central Europeo, institución fundamental para entender la actual arquitectura económica de Europa, debemos decir que constituye uno de los grandes ejemplos de la penetración de los poderes económicos dentro de los Estados y las instituciones. El ejemplo máximo fue el nombramiento, en noviembre de 2011, de Mario Draghi como presidente del banco. Draghi fue vicepresidente en Europa de Goldman Sachs, el cuarto banco de inversión del mundo. Durante su mandato, Goldman Sachs asesoró al entonces presidente de Grecia, Kostas Karamanlis, sobre cómo ocultar la auténtica dimensión del déficit del Estado heleno. Esta información fue revelada por el diario estadounidense The New York Times y por la revista alemana Der Spiegel. El déficit de Grecia fue una de las razones que llevaron al país a la bancarrota durante la crisis financiera de 2007-2008. Las operaciones se hicieron por medio de una cuenta abierta por Goldman Sachs en el estado de Delaware, uno de los estados más pequeños de Estados Unidos, que tiene varias características para ser considerado un paraíso fiscal. Pero los datos de Grecia antes de la entrada del país en el euro eran tan nefastos que nadie podía llamarse a engaño. De hecho, la propia Alemania fue contraria a la entrada de Grecia en la moneda única. Fue Francia, en realidad, el gran valedor de Grecia en el proceso. Incluso algunos economistas y diplomáticos alemanes aconsejaron a sus colegas españoles no entrar en el euro porque la soberanía sobre la propia moneda, y el poder para devaluar la misma, eran algunas de las herramientas históricamente utilizadas por España para salir de las sucesivas crisis. Una vez iniciada la circulación de la moneda única, nuestro país no podría ya recurrir a este mecanismo. No solo España, sino multitud de países recurren a la devaluación cuando los nubarrones financieros se ciernen sobre ellos, la diferencia ahora es que las naciones que no están en la zona euro poseen plena soberanía en materia monetaria, algo de lo que carecen los países que han adoptado el euro.

        La idea de Mitterrand era que una moneda única serviría para obstaculizar en buena medida la dominación económica germana, muy fortalecida después de la reunificación. Pero ¿cómo podía pensar eso el presidente francés si no existían instituciones capaces de gestionar una política económica común a escala europea? La crisis de las monedas europeas de 1992, severamente atacadas por los especuladores, dio paso a la aceptación de Alemania de una Unión Europea sucesora de la Comunidad Económica Europea. Kohl desoyó a sus asesores económicos y al propio Bundesbank, que desaconsejaron la entrada en el euro de Italia, Portugal y España. A comienzos de 1998, 155 catedráticos alemanes firmaron un manifiesto en el que se declaraban favorables a retrasar la llegada del euro y ofrecían como alternativa su implantación en un reducido número de países. Pero ni esta ni ninguna otra advertencia tuvo influencia en la aprobación y puesta en marcha del proyecto de moneda única. En este caso, la política prevaleció sobre la economía: el canciller alemán consideraba que un país de la importancia económica, histórica y cultural de España no podía quedar fuera del euro. El ser humano es un producto de sus circunstancias. Kohl era hijo de la posguerra alemana, una tragedia, como es natural, que marcó su vida de forma indeleble. Como Adenauer, Ludwig Erhard, Helmut Schmidt o Willy Brandt tenía muy presente la conflagración que llevó al país a la hecatombe, y en sus acciones y sus palabras podemos ver esa huella. En 2002, el ya excanciller declaró en una entrevista: “Las naciones con una moneda común nunca van a la guerra entre ellas. Una moneda común es mucho más que el billete con el que se paga”.

        El plan de crear una moneda única se remontaba a 1969, cuando los seis países de la Comunidad Económica Europea (Alemania, Italia, Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) encargaron a un comité de expertos la creación de un mercado único. El proyecto recayó sobre el luxemburgués Pierre Werner, que un año después presentó sus ideas ante la C.E.E. El plan inicial era alcanzar la unión monetaria y económica en 1980, pero la primera crisis del petróleo, en 1973, modificó el proyecto, que fue sustituido en 1979 por el Sistema Monetario Europeo, creado para limitar las oscilaciones de las monedas nacionales. En 1987, entró en vigor el Acta Única Europea, que dio lugar al actual mercado único europeo. El entonces presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors, retomó en abril de 1989 un proyecto de moneda única que los políticos europeos consideraban imprescindible para hacer viable la unificación política. En cualquier caso, la zona euro carece de instituciones comunes capaces de corregir desequilibrios y de llevar a cabo políticas ágiles que puedan dar respuestas rápidas a las crisis económicas que puedan presentarse.

        Todo lo escrito no puede entenderse sin estudiar el contexto de aquella época y la figura del presidente francés entre 1981 y 1995, François Mitterrand: Mitterrand era partidario de una rápida creación del euro. Esta idea nacía del temor del presidente galo a que una Alemania reunificada perdiera interés en el proyecto europeo al tener que centrarse en la política doméstica a causa de la titánica tarea de la reconstrucción del este del país. En cualquier caso, Mitterrand cedió a las aspiraciones alemanas de reunificación, como antes comentábamos, a cambio del apoyo germano a la moneda única. No fue el único episodio en el que Mitterrand mostró un pragmatismo que compaginaba con una total falta de ética, virtud que no debe desvincularse de la actividad política: entre 1974 y 1981, durante la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing, Francia fue un refugio para los terroristas de ETA, que se movían sin problemas por el sur del país, en especial por el departamento de los Pirineos Atlánticos. En los primeros años de la Transición española era habitual que Francia concediera el carácter de refugiados políticos a terroristas de ETA. España llegó a poner sobre la mesa la posibilidad de romper relaciones diplomáticas con Francia a causa de esta situación. Lo cierto es que existían contactos entre dirigentes de la banda y el Gobierno galo, que acordaron la impunidad de los terroristas mientras estos no atentasen en suelo francés. Los miembros de ETA no solo disfrutaban de asilo en Francia, sino que el Gobierno francés desoía de forma sistemática las peticiones de extradición de la Justicia española. Pese a las declaraciones de políticos españoles que definían como “modélica y ejemplar” la colaboración francesa en materia antiterrorista, la realidad distaba mucho del discurso político. El propio Mitterrand, cuando aún era candidato a la presidencia, prometió que Francia nunca concedería las extradiciones de miembros de ETA a España. Sin embargo, durante las sucesivas presidencias de Mitterrand, la colaboración antiterrorista mejoró, pero a qué precio. Esta cuestión es buena muestra de la hipocresía y la miseria moral que prevalecen en la política internacional: en un encuentro informal entre Jean-Louis Bianco, secretario general de la Presidencia de Francia, y la prensa española, Bianco insinuó que Francia entregaría a España más terroristas etarras a cambio de la compra por parte de nuestro país de trenes franceses de alta velocidad que serían utilizados en la primera línea inaugurada del AVE entre Madrid y Sevilla. Fue así como España compró los trenes franceses de la marca Alstom en detrimento de la oferta alemana encabezada por Siemens. La doble presidencia de Jacques Chirac (1995-2002 y 2002-2007) trajo buenos resultados en materia de lucha antiterrorista hasta que se produjo el primer desencuentro importante entre España y Francia a causa del apoyo del Gobierno español de José María Aznar a la Guerra de Irak en 2003. No fue hasta 2007, al comienzo de la presidencia de Nikolas Sarkozy, cuando Francia empieza a ver a ETA como una amenaza real y se estrecha de forma definitiva la lucha antiterrorista entre ambos países. Esa colaboración se amplió por el asesinato en marzo de 2010 de un gendarme francés en el suroeste de París a manos de terroristas de ETA y también por la amenaza creciente del terrorismo wahabista en Europa.

        Esta mala gestión de Mitterrand durante la época inmediatamente anterior a la elaboración del Tratado de Maastricht-dado que Francia, en ausencia permanente y voluntaria de Reino Unido, es la única nación con capacidad política y económica de liderar una alternativa frente al poder germano en el continente- es lo que entrega el proyecto del euro en manos del Gobierno alemán de Helmut Kohl. El diseño del Tratado de Maastricht, que dio lugar al euro, se hizo sobre los criterios impuestos por Alemania que tras sus reticencias iniciales pasó a dirigir la transición hacia una moneda única en la que no creía. A cambio, el precio que pagamos los europeos fue el de dejar al gigante teutón todo el protagonismo a la hora de decidir las políticas económicas del Tratado, que a través del BCE ya fijaba la lucha contra la inflación-uno de los fantasmas históricos de Alemania después de la espantosa inflación del período de entreguerras-como el objetivo principal en detrimento de criterios como la creación de empleo o la garantía del acceso al crédito para ciudadanos y empresas. Es la propia arquitectura del Tratado de Maastricht y de la creación del euro la que constriñe el crecimiento económico de la vieja Europa.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.