Probablemente, los padres de la Constitución de 1978 concibieron como una idea noble y bella la defensa de la cultura catalana por parte de políticos catalanes que, como Tarradellas, no suponían una amenaza para la unidad de España. En realidad, ninguno de ellos acertó a vislumbrar los problemas derivados de esta cuestión porque nadie era capaz, en las circunstancias de la Transición, de comprender lo que podría ocurrir años más tarde. En 1978, nadie pudo prever ni el rumbo que el Estado de las Autonomías iba a tomar ni el perfil jurídico que España iba a adquirir. Aunque Tarradellas había sido uno de los fundadores de Esquerra Republicana de Cataluña y también había militado en organizaciones separatistas como La Falç, en su retorno a la presidencia de la Generalitat, en 1977, no mostró el menor deseo de convertir a Cataluña en un país independiente. La restitución de la Generalitat fue uno de los acontecimientos que dieron brillo a la Transición, el entendimiento fue posible, entre otras cosas, porque las aspiraciones del presidente en el exilio no pasaban por el rupturismo. En realidad, Cataluña salió en auxilio de España y España de Cataluña. Los colaboradores más cercanos a Adolfo Suárez consideraban que una Cataluña con un sistema de autogobierno restaurado, que a la vez no cuestionase la unidad del país ni la institución monárquica, sería una suerte de garantía para que el incipiente proceso democrático fuera definitivamente apuntalado sin que existiera la posibilidad de que se pudiera dar marcha atrás tomando como excusa, precisamente, el separatismo catalán. Suárez se jugó el pellejo apostando por Tarradellas, del mismo modo que se lo había jugado meses atrás legalizando el Partido Comunista. A los ojos de la derecha, Carrillo y Tarradellas, bajo la tutela del Estado, eran dos perros encadenados y con bozal. El sistema no genera todos los movimientos y las dinámicas sociales, pero muestra un talento infinito al apropiarse de ellos como salvaguarda ante su potencial amenaza.
Tarradellas no defendía idea independentista alguna y debemos añadir que tampoco abrazaba ninguna clase de revanchismo ni de victimismo. Al contrario, comprendía los avatares de la historia y parecía dar gracias al destino por haber podido sobrevivir al franquismo para ver realizado su sueño de volver a una Cataluña con un cierto nivel de autogobierno-absolutamente insignificante en comparación a la situación actual-, integrada en una España democrática. A esa idea consagró toda su vida, que no podemos comprender sin estudiar sus 38 años de exilio, 23 de los cuales, entre 1954 y 1977, fue presidente de la Generalitat en Francia. En realidad, Tarradellas ya había mostrado su disgusto con algunas organizaciones unitarias que se oponían al franquismo durante los años sesenta y setenta: “libertad, amnistía y Estatut de Autonomía”, fue el lema de Asamblea de Cataluña (no confundir con Asamblea Nacional Catalana, un órgano fundado en 2012 para fomentar y vertebrar el independentismo en la sociedad civil), movimiento al que definió como “Influido por el inmovilismo, la confusión y el folclorismo” y al cual consideraba como un obstáculo para el regreso de la institución de autogobierno de la que se consideraba único representante legítimo. No hay revolución sin desorden, y Tarradellas muy bien pudo equiparar los movimientos sociales de la Cataluña de los años sesenta con sus demonios ocultos, representados por anarquistas y comunistas que, en su opinión, tanto caos habían causado durante el Gobierno de Companys, de cuyo Ejecutivo fue “conseller en cap”. En definitiva, todas estas organizaciones, incluido Òmnium Cultural, fundada en 1961, provocaban el recelo de Tarradellas, que las consideraba un poder alternativo al que él creía representar. Por cierto, que sus desencuentros con Joan Baptista Cendrós fueron estruendosos. Cendrós era uno de los fundadores de Òmnium y se definía a sí mismo como “Un nazi catalán que piensa que todo lo que se haga por matar castellanos es bueno”. Òmnium se financiaba a través de exiliados en Francia y América Latina, lo cual le otorgaba un cierto protagonismo en el exterior que aumentaba la desconfianza de Tarradellas.
Lo cierto es que, fuera de estos excesos y de algunos personalismos, en los años sesenta y setenta la oposición antifranquista en Cataluña fue capaz de vertebrar una red de movimientos sociales que tomaron forma con la creación en 1971 de la propia Asamblea de Cataluña, un importante y admirable precedente de organización social y de participación colectiva que se disolvió tras las elecciones generales de 1977, al considerar sus dirigentes que se habían alcanzado todos sus objetivos políticos. Estos movimientos estaban en contacto permanente con el catalanismo político mayoritario, que entonces no era ni por asomo independentista, y también con el catalanismo cultural. Estas corrientes promovieron y consiguieron el activismo social en la sociedad catalana en un tiempo de pasividad y resignación general en el resto de España a causa de la indudable fortaleza del régimen franquista. Del mismo modo, en los círculos izquierdistas se planteó de forma abierta el encaje de Cataluña en una futura España democrática. Durante el franquismo, tan solo algunos grupúsculos catalanes aislados defendían la idea de una Cataluña independiente, el resto de fuerzas político-sociales no lo hacían no porque fuera impensable concebir algo semejante en esa época, sino porque la prioridad en aquel entonces era restaurar la legalidad democrática en toda España, algo que llevaría implícito el restablecimiento de un cierto nivel de autogobierno que, de forma obligatoria, tendría entre sus misiones la preservación de la cultura catalana en todas sus formas. La independencia, pues, no constituía prioridad política alguna.
Pese a todo lo que se ha dicho al respecto, nunca podremos saber con certeza si las palabras pronunciadas por Tarradellas en el balcón de la Plaza de Sant Jaume de Barcelona a su retorno a Cataluña el 23 de octubre de 1977, su célebre “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí”, fueron elegidas al azar o si él quería que representasen, ante el naciente movimiento independentista, su verdadera idea de pertenencia a una nación en el sentido cultural y nunca en el racial; una idea vinculada a la ciudadanía como concepto republicano muy alejado del pensamiento actual de los independentistas, indisolublemente asociado a conceptos ideológicos excluyentes. Tarradellas, tampoco mostró ningún inconveniente en que el resto de regiones desarrollasen sus estatutos de autonomía sin menoscabo para la unidad de España, aunque era partidario de que las comunidades históricas tuviesen un mayor nivel de autogobierno. El 29 de septiembre de 1977, el Consejo de Ministros aprobó el restablecimiento del Gobierno de la Generalitat de forma provisional hasta la entrada en vigor del régimen de autonomía posteriormente aprobado por las Cortes. El 18 de octubre del mismo año, el Boletín Oficial del Estado publicó el nombramiento de Josep Tarradellas como presidente de la Generalitat de Cataluña, institución que dirigió durante dos años y medio. El Gobierno de Tarradellas fue de unidad y en su composición estaban representados todos los partidos. Durante su mandato, apenas se produjeron traspasos de competencias y Tarradellas tampoco participó en la elaboración del Estatuto de Autonomía.
Tarradellas detestaba profundamente a Pujol: en 1985, cinco años después de la primera victoria electoral de CIU, definió a su Gobierno como una “Dictadura blanca muy peligrosa”. El origen del conflicto entre los dos líderes no fue la clásica batalla de egos tan frecuente entre personas carismáticas: Tarradellas, pese al buen entendimiento que surgió entre ambos cuando se conocieron el 20 de marzo de 1970 en Francia, supo advertir el futuro que esperaba a Cataluña en manos de semejante mesías, aunque, a buen seguro, nunca fue capaz de sospechar a qué grado de latrocinio iba a llegar el patriarca del clan-al que luego se unirían sus hijos con entusiasmo-, quién, además, convirtió a Cataluña en una región en la cual era imposible llevar a cabo ningún proyecto económico de alcance sin pagar antes soborno a los dirigentes de CIU. Desde ese punto de vista, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo hubo tres regiones de Europa Occidental en las cuales no existía verdadera libertad: el País Vasco, a causa del terrorismo de ETA y de la actividad de los proetarras que extendían el miedo amedrentando a la sociedad civil con métodos violentos; Sicilia, a causa del asfixiante poder de la mafia; y Cataluña, si bien en este caso en círculos sociales más altos y más cercanos al poder, a causa de la muerte civil que amenazaba a todo empresario que se negase a pagar mordidas al funcionario de CIU de turno.
Tarradellas, buen conocedor de la naturaleza humana, sabía que el victimismo es el recurso de quien se niega a ser el verdadero dueño de su destino y culpa a los demás de todos sus males. Jaume Vicens i Vives, historiador y gran amigo de Tarradellas, definía a Pujol como “Fanático e intolerante”. Carles Santacana, también historiador, explicó que existían contactos por correspondencia entre Pujol y Tarradellas desde 1965, aunque Tarradellas tenía conocimiento de las actividades políticas de Pujol desde 1960. Josep Maria Bricall, un hombre cercano a Pujol que luego participó en el Gobierno de Tarradellas y que ahora se muestra enormemente crítico con la fractura social provocada por los Gobiernos de Pujol, hizo de mediador entre ambos entre 1965 y 1968. El propio Santacana dice algo enormemente significativo hablando de la primera entrevista entre los dos políticos: “Ese primer encuentro marca su relación, pues mientras el joven Pujol se dedica a hablarle de historia, de la guerra civil, el viejo Tarradellas quiere hablarle de futuro y el president en el exilio se verá defraudado”.
Las reticencias de Tarradellas hacia Pujol eran, principalmente, de carácter político, puesto que nunca hizo declaraciones públicas acerca de la corrupción que empezaba a reinar en Cataluña tras la primera victoria de Pujol en 1980. En primer lugar, la templanza y la fortaleza de Tarradellas se forjan en el exilio de Saint-Martin-le-Beau, un diminuto pueblo cercano a Tours, en el centro oeste de Francia, en el que residió durante 23 años. Allí, el anciano presidente supo esperar, y quien sabe esperar sabe escuchar, sabe apreciar los puntos de vista del adversario y sabe dialogar. Tal vez por eso, se sintió horrorosamente impactado al comprobar de primera mano el fanatismo de Pujol, el cual pensaba que era conveniente iniciar una relación con el Estado siempre en clave de enfrentamiento y no de colaboración. Los canallas se desenvuelven bien en el fango. El propio Tarradellas fue encargado por el Gobierno de Suárez de llevar a cabo el traspaso de poderes tras el triunfo de CIU en las elecciones autonómicas de mayo de 1980. Durante los preparativos, Tarradellas propuso al joven Pujol terminar su mandato con un discurso al final del cual gritaría vivas a España y a Cataluña, cosa que no fue aceptada. A este respecto no caben manipulaciones a las que tan acostumbrados nos tienen los medios de comunicación afines al nacionalismo catalán. La razón es que el propio Tarradellas, en su famosa carta dirigida al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz de Guerrero, el 26 de marzo de 1981, se expresa de forma inequívoca al decir: “Pero con gran sorpresa por mi parte (la propuesta) no fue aceptada”, porque Pujol “Solamente quería tener presente a Cataluña, pero para mí esto era inaceptable: eran ambos pueblos los que debía ir unidos en sus anhelos comunes. Manifesté que se había roto una etapa que había comenzado con esplendor, confianza e ilusión el 24 de octubre de 1977, y que tenía el presentimiento de que iba a iniciarse otra que nos conduciría a la ruptura de los vínculos de comprensión, buen entendimiento y acuerdos constantes que durante el mandato habían existido entre Cataluña y el Gobierno de España».
Por supuesto, que la corrupción es en sí misma un capítulo aparte cuando hablamos de Cataluña. No es necesario elucubrar ninguna teoría extraña sobre cuál sería la opinión de Tarradellas acerca de la putrefacción reinante en la Cataluña de Pujol porque los hechos son la carta de presentación de las personas. Tarradellas, durante los años de exilio, vivió de forma extremadamente austera en Saint-Martin-le-Beau. Nunca pareció dar importancia al dinero y rechazó varias ofertas económicas para financiar el Gobierno en el exilio porque pensaba que podían comprometer su independencia. El concepto de servicio público de Tarradellas, desde luego, no incluía el despilfarro del dinero de todos, y mucho menos el robo descarado e impune que durante tantos años tuvo lugar en el pretendido “oasis” catalán.
Ni siquiera una persona de la lucidez de Tarradellas hubiera podido anticipar en su totalidad toda la cadena de despropósitos protagonizada por las élites de CIU, siempre fieles en su seguidismo hacia las consignas y actitudes de Pujol, que ya entonces y de forma más o menos explícita apuntaban al supremacismo, a la discriminación y al racismo. En su increíble grado de fanatismo y cerrazón, los nacionalistas llegaron a despreciar a Dalí, al cual ignoraron por completo en la exposición Cent anys de cultura catalana, celebrada en Madrid en 1980, tan solo unos meses después de la llegada de Pujol a la presidencia de la Generalitat. El llamado “comité de expertos” decidió no mostrar ninguna obra del inmortal genio de Figueras porque este consideraba a los nacionalistas catalanes una panda de catetos. Dalí no tiene en Barcelona ninguna avenida, calle o plaza a su nombre, algo que resulta difícilmente explicable. En 2015, la muestra itinerante de Dalí que acogió el Museo Reina Sofía de Madrid y que se cerró con más de 700.000 visitas (París, la otra sede de esta exposición, acabó la muestra con 800.000 visitantes), no pasó por ningún lugar de Cataluña. En el Museo de Historia de Cataluña, en el área dedicada al siglo XX, no figura Dalí ni tampoco el escritor Josep Pla, el autor más leído en catalán, que también despreciaba a los nacionalistas. Cosas del fanatismo de quienes no pueden admitir que se puede ser catalán sin ser nacionalista. Pla murió en 1981 sin ser reconocido en una Cataluña que ya comenzaba a discriminar institucionalmente a quien no militara en un nacionalismo intransigente.
Para que un pensamiento se convierta en dominante en la sociedad moderna, obligatoriamente ha de recibir el apoyo del auténtico medio masivo de nuestro tiempo, que continúa siendo la televisión y no Internet. Con este fin fue creada TV3, que funciona de forma regular desde enero de 1984. En Cataluña, convivían sin problema alguno los nativos de esta región y ciudadanos procedentes del resto de España. Como ha sucedido a lo largo de toda la historia, una de las principales causas de las grandes migraciones es la búsqueda de unas mejores condiciones de vida. Por este motivo se trasladaron a Cataluña entre los años cincuenta y sesenta del pasado siglo XX cerca de un millón de andaluces que huían de la pobreza, pero también llegaron cientos de miles de personas procedentes de otros lugares de España que se adaptaron sin mayores dificultades. Con el fin de romper esa apacible convivencia, era necesario crear una sensación de agravio sintetizada en eslóganes como el “España nos roba”, repetidos una y otra vez en medios de comunicación afines al nacionalismo y también en los debates que se producían en TV3 y que tenían un carácter absolutamente sesgado no sólo por el cariz nacionalista o independentista de la inmensa mayoría de las personas invitadas, sino porque tan solo se exponían ejemplos que apoyaban el pensamiento independentista y no aquellos que demostraban la falacia de tales argumentos. Quienes diseñaron las técnicas de manipulación ensayadas en TV3 sabían perfectamente que el principal recurso era apelar a la mentira de forma permanente hasta que las ideas presentes en el imaginario de los independentistas más radicales formasen parte del pensamiento comúnmente aceptado por las mayorías. Todo esto era lo contrario de la estridencia, una técnica descartada por estar vinculada a las dictaduras, y porque casa mal con los valores democráticos de las sociedades modernas. Así, la creación de un lenguaje propio-extremadamente repetitivo-capaz de moldear poco a poco el pensamiento de los catalanes fue uno de los aspectos esenciales para preparar el golpe de Estado del 1 de octubre de 2017.
En esta clase de procesos no existe el término medio, sino una polarización extrema: según el relato independentista, o estás a favor de la libertad y de la democracia (los independentistas) o a favor de una España que simboliza la opresión-como si no hubiera habido nada entre el franquismo y la situación actual-, el pensamiento político reaccionario-como si España no fuera uno de los Estados más descentralizados del mundo- y el atraso. Todos aceptamos como algo positivo valores como la libertad y la democracia, relacionados siempre desde TV3, insisto, con el bloque independentista de manera inequívoca, en contraposición al supuesto carácter retrógrado, antidemocrático e incluso anti-catalán de los constitucionalistas, de manera que no es difícil pensar de qué lado se pondrían-en caso de conflicto-la inmensa mayoría de jóvenes educados desde su más tierna infancia por medios de comunicación de rostro amable como TV3. En los primeros años ochenta del siglo XX, el pujolismo fue colocando de manera minuciosa en todos los puestos de poder a sus fanáticos, pero ya no era necesario escogerlos con tanto esmero como al inicio del proyecto autonómico porque tras tantos años de lluvia fina lanzada desde el cielo de TV3 todos tenían un pensamiento político similar. Fue el momento en que el “frankestein” independentista comenzó a caminar sin ayuda del pujolismo. Una vez creada la ideología y después de que sus preceptos, por descabellados que sean, calen en la sociedad, colándose hasta en sus últimas rendijas, esta no necesita de implementaciones tan agresivas procedentes del poder político.
No obstante, para dar ese salto cualitativo que permitiera al independentismo pasar de la autonomía a la independencia se necesitaba dar un paso más allá. La idea de independencia puede muy bien vincularse a la subversión y al desorden o a la democracia y la libertad, y estos últimos conceptos son enormemente atractivos y poderosos en sí mismos como para justificar cualquier medio utilizado con tal de alcanzar esos ideales. Cuando los padres del independentismo comprobaron, allá por 2013, que el pueblo catalán no avanzaba en la dirección deseada-la de una revolución espontánea contra España en las calles-, fue cuando decidieron dar un último y definitivo empujón mediante consignas incendiarias respecto al “derecho a decidir”, a la idea jurídica de la autodeterminación-manipulada hasta extremos delirantes-y al carácter opresivo de la democracia española. Si todos convenimos en que la ley-su cumplimiento-es uno de los pilares sagrados del Estado de Derecho, también estaremos de acuerdo en que, una vez eliminada esta, todo el edificio jurídico corre el riesgo de venirse abajo, y con él el orden establecido que, en el pensamiento de los independentistas catalanes, significaba dar paso a la creación de la arcadia feliz en la cual, lejos de la España corrupta y aldeana, todos los catalanes-los nacionalistas, claro está- vivirían en un estado de dicha imposible de alcanzar con la actual estructura legal. Para derribar algo tan grandioso, sólido e imponente como la ley era necesario crear en el imaginario colectivo otro mito igualmente formidable que fuera capaz de estar a la altura de semejante idea. Fue así como nació la patraña de “contra legalidad, democracia”, repetida hasta la saciedad por los medios de comunicación afines al nacionalismo y por todos sus líderes.
En política, cualquier argumento se refuerza cuando es defendido desde la autoridad moral. Habiendo gestionado la televisión pública española como la habían gestionado los dos grandes partidos, PP y PSOE, desde 1982 hasta el día de hoy, poco podían reprochar a los dirigentes de TV3 respecto a la manipulación informativa. En 1990, cuando iniciaron sus emisiones las primeras televisiones generalistas privadas en España, algunos trabajadores de RTVE declararon que jamás podría manipularse tanto la información política como en los Gobiernos de Felipe González. Si los directores de RTVE nombrados por los diferentes Gobiernos socialistas habían adulterado la información, los designados por Aznar no podían ser menos. En realidad, la única etapa verdaderamente limpia de la historia de RTVE fue la de Zapatero, cuyo primer Gobierno aprobó una ley en 2006 por la cual el director de RTVE sería elegido por el Parlamento con dos tercios de los votos. Este procedimiento fue modificado en 2012 por el Gobierno del PP de Mariano Rajoy a través de un decreto ley que modificaba la forma de elección, que ya no precisaría de los dos tercios, sino de la mayoría absoluta. El modelo aprobado por Zapatero constituyó un decisivo avance en materia de independencia, pluralidad y calidad en el ente público, que alcanzó los niveles de audiencia más altos de su historia. Durante esa etapa, los informativos de RTVE fueron referencia a nivel mundial, prueba de ello fue el galardón recibido por el Telediario 2 en 2009 como mejor informativo del mundo en los premios Media Tenor Global Tv Awards, superando a informativos de la televisión británica BBC, de la francesa TF1 o de la estadounidense ABC. Aznar había llegado al Gobierno denunciando el déficit y la manipulación en RTVE, pero durante sus dos mandatos la deuda del ente se multiplicó por cinco hasta alcanzar los 7.000 millones de euros. La manipulación informativa llegó a niveles intolerables con episodios tan simbólicos como el tratamiento de la crisis del Prestige o el de la huelga general del 20 de junio de 2002, que dio lugar a una denuncia por parte de Comisiones Obreras y a una condena de la Audiencia Nacional por manipulación informativa. Punto y aparte fue la información acerca del atentado del 11 de marzo de 2004 en el que murieron asesinadas 192 personas cuando varios explosivos fueron colocados en diferentes trenes que circulaban en Madrid. Alfredo Timmermans era el responsable de Comunicación en la Moncloa en aquel tiempo. En un hecho sin precedentes en la historia periodística de nuestro país, Timmermans fue denunciado por varios corresponsales a través del Círculo de corresponsales extranjeros, formado por cientos de periodistas de los medios más importantes de todo el mundo. El Círculo difundió una carta en la que denunciaba informaciones erróneas por parte del Gobierno de Aznar con el fin de que la prensa adjudicase a ETA la autoría del brutal atentado.
Desde un punto de vista práctico, el sectarismo de TV3-que incluye un relato romántico e idealizado de la historia de Cataluña, además de un falseamiento continuo de la idea de España-era imprescindible no sólo para preparar el caldo de cultivo que propiciase la separación entre Cataluña y España, sino para silenciar las prácticas mafiosas de la familia Pujol y de CIU. La magnitud del caso Pujol no está determinada por las cuantías económicas –de proporciones bíblicas–, sino por la transversalidad del caso: toda la alta sociedad catalana y la española, poderes económicos y políticos incluidos, lo sabían. Los medios de comunicación también. Ahora sabemos que el 9 de octubre de 1999, el diario La Vanguardia, ante la proximidad de las elecciones en Cataluña, censuró un artículo de Gregorio Morán en el que se hablaba de forma abierta, aunque sin los detalles que ahora conocemos, del sospechoso enriquecimiento del clan Pujol. Es de todo punto imposible que Artur Mas, que ocupó durante seis años nada menos que las consejerías de Economía y de Obras Públicas de la Generalitat y que fue presidente de Cataluña entre 2010 y 2016, no tuviera conocimiento de estas prácticas. Como ejemplo del grado de penetración de las consignas de TV3 en la sociedad catalana es suficiente con citar el hecho del tiempo que tardó en ser desmontada la mentira histórica-tan publicitada por los medios cercanos al nacionalismo-de la guerra de “secesión” de 1714, que en realidad fue de sucesión. Es preciso tener una osadía muy grande para deformar hasta ese extremo un conflicto internacional como el de 1714, que la historiografía nacionalista manipula hasta el delirio con el fin de definir al español como un ser sanguinario y traidor, omitiendo que, tras la jura de los Fueros catalanes en 1701 por parte del rey de España, Felipe V, es Cataluña, en 1704, la que hace un viraje radical al apostar por el archiduque Carlos. Por cierto, que ya entonces el rey Felipe V había aprobado la concesión de puerto franco para Barcelona y el establecimiento de privilegios para la ciudad con el fin de facilitar el comercio catalán con América. En cualquier caso, será mejor no recoger ni mucho menos ondear las banderas de nuestros antepasados porque eran banderas de guerra y porque vivimos en un mundo que posee valores diferentes a los suyos. Desde ese punto de vista, no somos continuadores de su legado, admirable en algunos casos y detestable en otros.
Desde TV3, naturalmente, jamás se habla de la multitud de medidas que a lo largo de la historia fueron aprobadas desde Madrid con el fin de que los productos catalanes se vendieran en los mercados coloniales y para que Cataluña fuera claramente favorecida en detrimento de otras regiones de España: desde mediados del siglo XIX, el Estado apoyó la industrialización de Cataluña, algo absolutamente decisivo en el desarrollo de la región y en la creación de riqueza y cultura. A Cataluña se le otorgó un monopolio en la industria textil a través de aranceles proteccionistas que convirtieron a España en su mercado obligatorio porque estas normas triplicaban el coste de los productos textiles procedentes de Inglaterra. Entre las décadas de 1860 y 1870, la industria textil catalana se expandió de forma considerable y sólo mermó su volumen de negocio a partir de 1880 a causa de la saturación del mercado interior. La enorme presión de los empresarios textiles catalanes logró que se promulgara la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas en julio de 1882, ley que obligaba a los puertos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, considerados nacionales a todos los efectos, a consumir productos catalanes. Al mismo tiempo, los productos extranjeros fueron gravados con un arancel de entre el 40 y el 45%, medida que frenó las importaciones del exterior que eran más baratas y que contuvo a los empresarios catalanes hasta que estos forzaron al Gobierno a aprobar el Arancel Cánovas de 1892, por el cual se dificultaban aún más las importaciones procedentes de otros países. Nada nuevo bajo el sol: ya en 1755, en tiempos de Fernando VI, la ciudad de Barcelona había recibido el privilegio real del comercio con las islas menores de Las Antillas.
En Diario de un turista, escrito en 1839, Stendhal registra sus impresiones después de viajar de Perpiñán a Barcelona: “Los catalanes quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña no puede comprar paños de algodón ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara”.
La influencia otomana en el mediterráneo, unida a la de Castilla y Portugal en América, frenaron la pujanza de Barcelona que, para continuar siendo un polo económico importante, debió ser favorecida en España y América por las sucesivas ayudas de los borbones o lo que es lo mismo, por las ayudas de España. Incluso Franco, en 1943, estableció mediante decreto que sólo Barcelona y Valencia podían realizar ferias de muestras con carácter internacional. Este privilegio se extendió durante 36 años, hasta 1979, sólo entonces, Madrid pudo organizar su feria internacional. De este modo, si nos atenemos de forma rigurosa a los datos históricos, pasaríamos del “España nos roba” al más verídico “España nos ha protegido siempre”. El caso de TV3 es similar al del 3%: ante la manipulación, muchos miraron hacia otro lado por conveniencia o por cobardía.
La internacionalización del “problema catalán” se decide en la diada de 2014. No es casualidad que Clara Ponsatí, ex consejera de Educación de la Generalitat, se haya entregado a las autoridades en Escocia. Su entrega responde a la idea de abrir causas judiciales en varios países: Bélgica, Alemania y Reino Unido, con el fin de otorgar al conflicto una repercusión mundial. El perfil de las personas fanáticas incluye la existencia de filias y fobias muy acentuadas. Sólo así se explica que los independentistas aplaudan de forma desmesurada las decisiones de los jueces, pero sólo cuando estas les favorecen. Cuando no es así, consideran que la Justicia es arbitraria, está influida por el poder del “autoritario” Estado español y sus decisiones carecen de garantías. Sólo así se explica que califiquen como democrático un proceso de secesión que se inicia teniendo en contra, como mínimo, a la mitad de la población catalana; un proceso que, para su puesta en marcha, ha requerido de la vulneración del reglamento del Parlamento catalán, del propio Estatuto de Cataluña y de la Constitución española. Todo ello en virtud de un “mandato democrático” que no ha existido. Sólo así se explica que los nacionalistas apelen al diálogo en aquellas ocasiones en que no pueden vencer al adversario, un diálogo en el que no creen porque están convencidos de estar en posesión de la verdad. Los tramposos suelen recurrir a la negociación cuando no pueden aniquilar al contrario. Sólo así se explica el lema de “prensa española, manipuladora”, creado con el fin de que los “buenos” catalanes no escuchen argumento alguno procedente de los medios de comunicación españoles, aun cuando muchos de estos medios traten de entender el conflicto e intenten arrojar luz sobre el mismo; se denigra a la prensa española sin hacer distinciones de ninguna clase porque esta no apoya al nacionalismo de forma incondicional, por tanto, estamos ante un intolerable prejuicio. El fin último de los nacionalismos españoles periféricos es la independencia, no gobernar mejor o más eficazmente. El germen de ese nacionalismo es la exclusión e incluso una nueva forma de fascismo porque, mientras España ha permitido la existencia y el desarrollo de todas las formas de nacionalismo, estos aspiran a destruir toda huella de españolidad en los territorios que gobiernan. Además, su anhelo de acabar con la idea de España es tan grande, que están dispuestos a llevar a cabo su proyecto totalitario de forma antidemocrática en la medida en que aprueban políticas de exclusión con las que muchos de sus conciudadanos no están de acuerdo. El hecho de no aceptar la diversidad de la sociedad catalana, en la cual conviven nacionalistas y constitucionalistas, les acerca al fascismo contra el cual dicen combatir. Tampoco podemos ignorar que uno de los fines de la independencia es aprobar una vergonzosa ley de amnistía que exima de responsabilidades penales a toda la élite de CIU que participó en uno de los mayores escándalos económicos de la historia contemporánea de Europa: el caso del 3%.
Tarradellas, en su misiva al director de La Vanguardia en 1981, también anticipa la polarización de la sociedad catalana cuando dice: “Era inevitable la ruptura de la unidad de nuestro pueblo. Esta unidad se produjo desde el primer día que llegué y se mantuvo hasta el último momento de mi mandato”. Y añadía: “Es desolador que hoy la megalomanía y la ambición personal de algunos, nos hayan conducido al estado lamentable en que nos encontramos y que nuestro pueblo haya perdido, de momento, la ilusión y la confianza en su futuro. ¿Cómo es posible que Cataluña haya caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la que está empezando a producirse?”. El anciano presidente también señalaba: “Nuestro país es demasiado pequeño para que desprecie a ninguno de sus hijos y lo bastante grande para que quepamos todos”.
EDUARDO LUIS JUNQUERA CUBILES.