De manera inexorable y a nivel mundial, el discurso neoliberal ha penetrado en la sociedad hasta lograr que la población normalice y acepte prácticas económicas nefastas para todos, como la continua merma en la recaudación de impuestos en casi todos los países del mundo. El sistema trata de convencernos de que políticas cuidadosamente planificadas desde despachos por personas con nombres y apellidos son algo así como accidentes meteorológicos, imprevisibles además de inevitables, pero nada más lejos de la realidad: las transformaciones económicas profundas y de alcance global no suceden de manera accidental. Tenemos derecho a imaginar un mundo más estable e igualitario en el que exista un marco legal con la capacidad de evitar las terribles desigualdades y crisis creadas por las fluctuaciones del capitalismo. Sería enormemente ingenuo ignorar que el sistema hace un considerable esfuerzo para que desconozcamos o borremos de nuestra memoria las políticas económicas basadas en tributos extremadamente altos que tuvieron lugar durante buena parte del siglo XX, creando sociedades prósperas en las que esa clase de impuestos coexistían con una enérgica actividad económica y salarios generosos. Para los grandes poderes económicos, nada como que nos acerquemos a la historia para obtener conclusiones frívolas y a medida, elaboradas a través del análisis de hechos fragmentados que no explican el contexto general.

El mensaje actual, más o menos sutil, nos dice que el empleo, de producirse, obligatoriamente ha de ser precario o peor pagado que en el pasado, y que el empresario solo invertirá y, por consiguiente, creará riqueza si no encuentra barreras legales en forma de impuestos o de una regulación que garantice los derechos de los trabajadores. Es parte de la falacia neoliberal. Esto debería obtener una respuesta intelectual firme y pedagógica por parte de los partidos socialdemócratas, puesto que la política no solo implica diálogo y encuentros entre quienes difieren ideológicamente, sino argumentación y persuasión, y estos atributos propios de los sistemas democráticos, y no los eslóganes fáciles, son los que deberían trasladarse a los ciudadanos para que estén bien informados. Sin embargo, lo que vemos es una izquierda timorata y pusilánime que, cuando no es directamente connivente con las políticas provenientes de la Escuela de Chicago, es incapaz de proponer sin complejos alternativas solidarias con la capacidad de oponerse a la perniciosa ideología neoliberal. Las políticas económicas son las que más influyen en nuestras vidas, por eso son las que requieren de más pedagogía por parte de los medios de comunicación y la clase política. También porque la derecha ofrece siempre una única receta que constituye su panacea para todos los problemas sociales: aumentar la producción, el consumo y el crecimiento económico; tres factores que no garantizan la igualdad.

Los Estados modernos necesitan recaudar impuestos como única manera de construir sociedades justas e igualitarias. Lo contrario supondrá siempre un deterioro en forma de pobreza, pérdida de calidad en los servicios públicos, aumento de la delincuencia y, en muchas ocasiones, inestabilidad política y ausencia de participación de los jóvenes con menos renta en la vida pública. Todos los indicadores, desde el coeficiente Gini hasta la Renta Monetaria de los Hogares (una unidad de medida de EE. UU.), demuestran que la desigualdad disminuyó en Estados Unidos y Europa a partir de 1930, cuando se empiezan a regular los distintos mercados estadounidenses tras el Crac de 1929, cuando comienzan a aplicarse altas tasas de impuestos y cuando se crea un cierto Estado de Bienestar con la capacidad de corregir las diferencias sociales a ambos lados del Atlántico. Los índices de desigualdad en Europa y Estados Unidos nunca fueron tan bajos como en el período 1930-1968, época en la que los impuestos no solo eran altos, sino altísimos. De hecho, y después de 40 años de dominio neoliberal en el discurso económico, los impuestos aplicados en ese período son para nosotros inconcebiblemente elevados.

La serie histórica de la distribución de la renta en Estados Unidos está disponible desde 1947 y permite conocer en profundidad las tendencias generales que se establecieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Todos los indicadores revelan que la desigualdad se redujo durante los años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta al calor de las políticas keynesianas -que incluían altísimas tasas de impuestos- promovidas por Roosevelt (su sistema fiscal se configuró en 24 tramos, de los cuales el tipo impositivo menor era del 23%), Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson e incluso Nixon, republicano, que defendió la bajada de impuestos, pero a las industrias necesitadas de fondos para proseguir con su negocio. Durante su segundo mandato, abruptamente finalizado a causa del Watergate, Nixon aprobó un impuesto de nada menos que el 70% a las grandes fortunas. Incluso antes de la catástrofe económica de 1929, el presidente Coolidge aplicaba tasas del 25% a los más ricos. En aquel tiempo, no había dogmas ni pensamientos rígidos que encorsetasen las medidas de los diferentes gobiernos estadounidenses encaminadas a combatir la pobreza y la desigualdad, y todos los estamentos sociales aceptaban que los impuestos altos servían para construir una sociedad más justa, segura, digna y equitativa.

Eisenhower, republicano como Nixon, también defendía las bajadas de impuestos, pero para los más pobres. En el caso de las grandes fortunas, su Administración aplicó tasas del 91%. No es una errata: 91%. Pocos años antes, el Gobierno del laborista Clement Attlee ya había aplicado en Reino Unido un gravamen del 97,5% destinado a los ingresos superiores a las 100.000 libras anuales, según la ONS (Oficina de Estadísticas Oficiales de Reino Unido), y las tasas nunca bajaron del 80% en las décadas de 1950 y 1960. De hecho, el primer Gobierno del también laborista Harold Wilson, que gobernó Reino Unido entre 1964 y 1970 y entre 1974 y 1976, creó un super impuesto del 95% para las personas con ingresos más altos. Pocos años antes, en Alemania, durante los Gobiernos del conservador Adenauer (1949-1963), los que más ganaban pagaban un 75% en impuestos, y el propio canciller creó un tributo del 95% para cada marco que superase un ingreso de 250.000 marcos al año (marcos de 1958). Durante el período 1959-1968, en la Francia de los primeros ministros Debré y Pompidou, ambos conservadores designados por De Gaulle, los más ricos pagaban un 60% en impuestos. Estos datos distan enormemente de los tributos que actualmente se aplican.

Después del final de la Segunda Guerra Mundial, democristianos y socialdemócratas europeos, y republicanos y demócratas estadounidenses establecieron como objetivo acabar con la pobreza. Se trataba de poner sobre la mesa un modelo de democracia liberal respetuosa con los derechos humanos y con la suficiente capacidad de erradicar los problemas económicos que tanta inestabilidad habían causado, facilitando finalmente la ascensión de los modelos totalitarios que aparecieron en el período de entreguerras. Pero esto constituía también un propósito ético que se situaba lejos del actual papanatismo de la derecha – y de su electorado- de aceptar que la desigualdad es inseparable del desarrollo económico. Ambos modelos de Estado de Bienestar tenían en común el consenso, general en la sociedad, de que el Estado debía concentrar su atención no en el mero hecho de que la economía creciese, sino en lograr el pleno empleo y el bienestar de los ciudadanos, así como erradicar todas las formas de miseria. En ese escenario, el poder del Estado se desplegaría en paralelo a todos los procesos del mercado privado, interviniéndolo e incluso sustituyéndolo si fuera necesario con el fin de alcanzar esos objetivos. Las políticas expansivas o llamadas “keynesianas” se aplicaron por doquier con el fin de mitigar los efectos bajistas de los ciclos económicos y asegurar el empleo. Los Estados no tuvieron complejos a la hora de erigirse en interventores de la economía y crearon amplios marcos regulatorios para fijar salarios mínimos dignos y crear las bases de un Estado del Bienestar en el ámbito de la sanidad y la educación, entre otros espacios públicos. En definitiva, existía un contrato social entre el Estado, el capital privado y la fuerza del trabajo para garantizar la paz social y el bienestar económico de todos. Este espíritu de consenso para acabar con la desigualdad y erradicar la miseria, que no debería estar sujeto a ideología alguna, se frena con la llegada de Reagan, que comenzó un proceso de privatizaciones del sector público en el que solo invirtieron ciudadanos privilegiados o extremadamente ricos que se hicieron con los servicios de todos los estadounidenses: ferrocarriles, correos, educación universitaria, diferentes programas de préstamo, almacenes y bases militares, cárceles federales, varios seguros y programas de Medicare, el control de la navegación aeronáutica y hasta los programas internacionales de desarrollo económico.

A partir de la década de 1980 los economistas conservadores, respaldados por un enérgico, decidido y persistente discurso académico y por multitud de premios cuya concesión se hacía para otorgar una apariencia científica, válida y sin alternativa a la nueva ideología neoliberal, comenzaron a argumentar que la desregulación y la bajada general de impuestos a las grandes fortunas y empresas eran las únicas vías para generar un nivel sostenido de crecimiento y bienestar. Con pocas excepciones, más localizadas en el norte y centro de Europa, estas son las ideas que han regido la política económica de Estados Unidos, Europa y el resto del mundo desde entonces. Pero este dogma no ha cumplido con lo prometido, únicamente ha creado más desigualdad década tras década y ha producido, además, un deterioro en el medio ambiente, acompañado de un cambio climático porque la consigna era crecer a costa de todo, incluso causando un perjuicio permanente y tal vez irreversible a la naturaleza. La propia sociedad, cuyo pensamiento está moldeado por unos medios de comunicación mayoritariamente en manos de grandes emporios económicos que evitan debates en profundidad y que tildan de “populista” y “peligrosa para la estabilidad económica” cualquier medida social, ha asumido los postulados sagrados del neoliberalismo que dicen que es inevitable que existan pobreza y desigualdad. Mientras, la izquierda continúa acomplejada y considera anatema proponer subidas de impuestos (cuando lo hace, se apresura a explicar que será de forma temporal). La derecha, al contrario, no tiene dudas y aplica sin complejo alguno políticas ultra neoliberales cuando gobierna, aun cuando las consecuencias sociales sean desastrosas.

Durante la era Reagan, quienes más tenían pasaron de poseer el 30% del PIB estadounidense al 45%, es decir, un 50% más, mientras que la clase trabajadora pasó de detentar el 19% del PIB al 13%. Todo ello en el marco de un nuevo paradigma neoliberal en el que las ayudas federales tendían a disminuir o desaparecer, lo que significa que se pagaba más por cualquier servicio antes gratuito o parcialmente subvencionado. En Estados Unidos o Francia, las grandes fortunas pagan hoy un 8%, que en el caso estadounidense es la mitad de lo que tributa el obrero medio. Los grandes ejecutivos de Estados Unidos recibían en los años setenta un salario 20 veces superior respecto al de sus empleados, hoy ingresan un sueldo 123 veces mayor. La diferencia se ha multiplicado por más de 6. Todos estos indicadores son catastróficos y describen un mundo que va en la dirección contraria al progreso, y lo peor es que millones de trabajadores defienden las medidas neoliberales repitiendo una y otra vez los mensajes provenientes del poder. No es responsabilidad, como tantas veces nos dicen: es estupidez. En el nombre de esa responsabilidad que no terminamos de entender, en España se ha privatizado, previa gigantesca inyección de dinero público, gran parte de la industria; se ha vendido casi todo el antes pujante sector público (no era deficitario, como tantas veces nos han dicho, no en su totalidad); y se pagan a diario 90 millones de euros de intereses de deuda en virtud del Artículo 104 del Tratado de Maastricht, que  prohíbe la financiación de las administraciones públicas a través de los bancos centrales de cada país (como se hacía hasta 1993), recayendo en la banca privada el poder de conceder dinero a los Estados.

En realidad, lo que hizo Reagan fue aplicar la teoría de la Curva de Laffer, promovida por el economista Arthur Betz Laffer, cómo no, de la Escuela de Chicago, que defiende la idea de que aumentar los impuestos podría reducir los ingresos del Estado en lugar de incrementarlos porque ralentizaría la actividad económica. Laffer se incorporó al equipo de asesores económicos de Reagan, que en 1981 ya realizó un importante recorte de impuestos y en 1986 llevó a cabo la mayor reforma del sistema impositivo de la historia de Estados Unidos, que incluyó una reducción de la tasa máxima aplicable a los individuos del 50% al 28%. Desde entonces, la propuesta de rebajar los impuestos para impulsar el crecimiento económico forma parte del credo económico del Partido Republicano y esa idea, como dogma extremadamente rígido, se ha difundido al resto del mundo.

Sin embargo, la investigación empírica demuestra que las bajadas de impuestos no mejoran la actividad económica, sino que aumentan el déficit, la deuda y la desigualdad, además de hacer más ricos a los que más tienen. Varios informes del Tax Policy Center, un centro de estudios con sede en Washington perteneciente al Instituto Brookings, nombrado a su vez en varias ocasiones por la Universidad de Pensilvania como el laboratorio de pensamiento más importante del mundo y definido por el diario The Economist como el centro de estudios más prestigioso de Estados Unidos, advierte en su página web de que «la pérdida de ingresos directos derivada de la reducción de impuestos casi siempre será superior a las ganancias indirectas procedentes del aumento de la actividad económica o de la reducción de la evasión fiscal”. Sea como fuere, la prevalencia de los centros de estudios neoliberales y la predominancia en los medios de comunicación de sus economistas es tal que hace que sus teorías se adopten como si fuesen las tablas de la ley, incluso cuando se pruebe de manera tozuda que son recetas económicas que solo han funcionado de manera temporal o en muy contadas ocasiones y circunstancias. El resultado final de la aplicación del catecismo neoliberal es la quiebra del contrato social, principalmente para millones de jóvenes decepcionados por un sistema que les prometió un bienestar económico y laboral que no siempre ha llegado, incluso cuando han cumplido con creces con sus obligaciones en cuanto al estudio, el esfuerzo y la superación.

La condición imprescindible para que la población esté de acuerdo en pagar impuestos es que sean percibidos como legítimos, es decir, tributa más quien más tiene y quien más ingresa. Y eso no es lo que sucede hoy en muchos países del capitalismo avanzado, que llevan 40 años adoptando políticas neoliberales que protegen más los intereses de las grandes corporaciones que los de los ciudadanos. Hay, además, una permisividad evidente de los grandes Estados no solo hacia anomalías jurídicas como los paraísos fiscales, sino hacia el conjunto de megaempresas de la nueva economía cuyo tamaño es mayor que el PIB de la mayor parte de los países del mundo y que no ven cómo las tasas impositivas que se les aplican van en consonancia con esa dimensión. Hablamos de empresas como Amazon, Google, Apple, Microsoft, Facebook o Alphabet, cuyos ingresos son extraordinarios, su cuota de negocio en los ámbitos en los que se mueven es altísima y su capital no es solo financiero, sino tecnológico. El valor añadido de las grandes tecnológicas se ha fundamentado también en los datos, la inteligencia artificial, los algoritmos y la capacidad de crecer en entornos económicos no regulados y casi exentos de presión fiscal.

Por poner uno de tantos ejemplos: a partir de 2018, Facebook comenzó a facturar su publicidad en España por medio de su filial Facebook Spain. Esa decisión permitió a la empresa multiplicar por 11 su cifra de negocio en nuestro país, que pasó de 10,1 a 112 millones de euros. Pero ese cambio no se tradujo en el pago de más impuesto de sociedades, puesto que la filial en España contabiliza como gasto el pago de 96,7 millones a Facebook Ireland, su matriz en Irlanda, calificándolo como “costo para la compañía por actuar como revendedor de publicidad para los clientes españoles designados”. Con este artificio económico, el beneficio es pequeño y también los impuestos correspondientes. Ese mismo año, según el Wall Street Journal, Amazon dejó de facturar sus ventas en Luxemburgo para pasar a hacerlo en España, pero al hacerlo a través de cuatro filiales pagó solo 4,4 millones de euros en impuestos, pese a haber ingresado 496 millones en nuestro país. Las dos filiales del gigante audiovisual Netflix pagaron en su primer ejercicio fiscal en España, en 2018, apenas 3.146 euros, el equivalente al IRPF de un trabajador con ingresos de 24.000 euros anuales. La razón es que Netflix sigue facturando a sus clientes en España por medio de su filial en Holanda, donde los tributos son mucho menores. Lo mismo sucede cuando las grandes multinacionales establecen su sede social en Irlanda y desde ahí establecen filiales en otros países en los que operan. El grueso de las ventas se queda en la matriz, mientras que las filiales pagan solo por servicios de “intermediación”. La pregunta es ¿por qué motivo los Estados, que deben velar por el interés común, controlan de forma extremadamente meticulosa las economías de los ciudadanos y, por el contrario, son tan permisivos e incluso crean mecanismos legales como los descritos con el fin de que las grandes empresas defrauden enormes cantidades de dinero y eludan una responsabilidad social corporativa que solo defienden en la letra? El dinero y el poder se están concentrando en muy pocas manos en una nueva era de desigualdad. Las 10 empresas más grandes del mundo tienen más valor que la suma total del PIB de África y América Latina. En España, el 1% más rico posee el 22% de la riqueza nacional, mientras que la mitad más pobre de la población española apenas tiene el 8%.

La persistencia de algunos medios en el mensaje, en España Onda Cero y el diario El Mundo, principalmente (aunque la mayor parte de la prensa, incluida la que se define como progresista, promueve el neoliberalismo de forma directa), explica que gran parte de la hoy acrítica clase obrera defienda que se bajen los impuestos a los más ricos y las grandes empresas, incluso a las que tienen una o varias sedes en paraísos fiscales y utilizan artificios económicos que les permiten defraudar hasta límites escandalosos. A la izquierda le está faltando pedagogía y le sobran complejos para explicar la necesidad de políticas redistributivas e impuestos con el fin de construir una sociedad mejor.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.