La difícil relación de Venezuela con la OEA

       Cualquier decisión del Gobierno de Venezuela es ridiculizada por la inmensa mayoría de los medios de comunicación a nivel mundial en un ejercicio muy poco edificante desde el punto de vista de la búsqueda de la verdad por parte de los periodistas. Un ejemplo de ello es lo que ocurrió en abril de 2017, cuando el país caribeño anunció su decisión de retirarse de la Organización de Estados Americanos (OEA). La OEA, principalmente desde que su secretario general es Luis Almagro, no actúa como el organismo multilateral que debería ser. Almagro cuenta con el apoyo explícito de EE. UU. y escribe de forma habitual en la red social Twitter contra el Gobierno de Nicolás Maduro. En 2015, la OEA llevó a cabo una durísima campaña de deslegitimación de las elecciones a la Asamblea Nacional venezolana, declarando que serían un fraude si no contaban con el escrutinio de los observadores de la propia Organización de Estados Americanos. José Mújica, entonces presidente de Uruguay, acusó en público a Almagro, que había sido su ministro de Asuntos Exteriores: “Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós y me despido”, escribió Mújica. Almagro se equivocó por completo, pues las elecciones venezolanas se llevaron a cabo sin problemas y la oposición resultó vencedora en las mismas.

        La postura de la OEA respecto a Venezuela forma parte de una vieja tradición de esta organización, que se alinea frecuentemente con los intereses de Washington. En las elecciones en Haití, en mayo del año 2000, la OEA-entonces presidida por César Gaviria-y otros observadores internacionales declararon el proceso electoral del país caribeño como un “gran éxito para el pueblo haitiano, el cual acudió ordenadamente en grandes números para elegir a sus gobiernos nacionales y locales”. Pero poco después, EE. UU., Canadá y Francia iniciaron una campaña para derrocar al nuevo Gobierno democrático. Fue entonces cuando la OEA cambió su posición y contribuyó de forma decisiva a declarar las elecciones cómo ilegítimas. Paul Farmer, de la Escuela de Medicina de Harvard, actualmente el Enviado Especial Adjunto de la ONU para Haití, declaró en el verano de 2011 ante el Congreso de los Estados Unidos en relación a esas elecciones: “EE. UU. quiso bloquear la asistencia bilateral y multilateral hacia Haití, manteniendo objeciones respecto a las políticas y los puntos de vista de la administración de Jean-Bertrand Aristide. La eliminación de asistencia para el desarrollo y el suministro de servicios básicos también asfixió al Gobierno con el resultado final del fin del Ejecutivo democráticamente elegido”. Esta deslegitimación del proceso electoral del año 2000 contribuyó de forma decisiva a crear un clima propicio al golpe de Estado de 2004 que derrocó a Aristide.

        También fue más que cuestionable la actuación de la OEA-presidida entonces por José Miguel Insulza- durante la primera vuelta de las elecciones en Haití el 28 de noviembre de 2010, cuando los resultados oficiales dieron la victoria a la ex primera dama, Mirlande Manigat, con el candidato del Gobierno, Jude Célestin, en segundo lugar y el músico, Michel Martelly, en tercera posición. Para comenzar, la OEA no cuestionó en ningún caso el hecho de que el Consejo Electoral Provisional (CEP) excluyese de las elecciones al partido Fanmi Lavalas, la formación socialdemócrata del expresidente, Jean-Bertrand Aristide, que ha resultado vencedora en todos los comicios en los que ha participado. El margen entre el segundo y el tercero fue de sólo el 0,7% de los votos y hubo fraude extenso, incluyendo la manipulación de urnas, la desaparición de papeletas y la intimidación hacia votantes. Una segunda ronda fue requerida por la ley, puesto que ningún candidato logró obtener una mayoría absoluta. La OEA fue la encargada de resolver la controversia respecto de las elecciones. Para ello, designó una “Misión de Expertos de la OEA” con el fin de escrutar los comicios. Seis de los siete expertos enviados por la organización procedían de Estados Unidos, Canadá y Francia (los tres países que lideraron la campaña para derrocar al Gobierno de Haití en 2004). Aunque Francia no es miembro de la OEA, posee el estatus de Observador Permanente. En su informe, el comité recomendó cambiar el resultado de la primera ronda, otorgando el segundo lugar a Martelly y el tercero a Célestin. Para emitir este dictamen, la misión de la OEA no mostró criterio legal alguno que sirviera de base para defender su resolución. Los principales fallos del informe fueron la no utilización de estadísticas sobre las 919 actas de votación examinadas, y tampoco fueron tenidas en cuenta las 1.053 actas extraviadas.    

        Durante un debate en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU, celebrado el 20 de enero de 2011, la embajadora estadounidense, Susan Rice, amenazó con cortar la asistencia económica a Haití si el Gobierno no aceptaba las recomendaciones de la OEA. Es la vieja actitud, la del matón amenazante que se sabe impune, la que Estados Unidos continúa desenvolviendo en América Latina.

        Dos años antes, en 2009, en un contexto adverso para Estados Unidos porque en Brasil y en Argentina no había Gobiernos aliados del gigante norteamericano, varias naciones de América Latina mostraron de forma abierta sus discrepancias con Washington respecto a la crisis de Honduras, cuyo presidente, Manuel Zelaya, sufrió un golpe de Estado el 28 de junio. En aquel entonces, el Gobierno estadounidense perseguía legitimar al nuevo Ejecutivo surgido de las elecciones celebradas el 29 de noviembre, algo a lo que se opusieron la mayoría de los países, a excepción de Colombia, Costa Rica y Perú. La Unión Europea y la propia OEA fueron contrarias al reconocimiento de las elecciones porque deseaban el regreso del presidente electo, Manuel Zelaya, al poder. Finalmente, en un viraje inexplicable, José Miguel Insulza, secretario de la OEA, declaró su intención de dialogar con el nuevo Gobierno. La propia Hillary Clinton, en ese tiempo secretaria de Estado de EE. UU., reconoció posteriormente que bloqueó la vuelta al país de Manuel Zelaya. Varios jefes del ejército hondureño-entrenados en la Escuela de las Américas en estrategias de represión contra la población civil- declaraban como “imposible” su convivencia con un Gobierno de izquierdas como el de Zelaya.

        Igualmente, lamentable fue la postura oficial de la OEA durante la crisis hondureña de 2017: el 26 de noviembre se celebraron elecciones generales en Honduras. Después de tres apagones en el sistema informático, el recuento de votos comenzó a decantarse por el candidato Hernández, mientras que, desde el día 27 de noviembre, existía una notable tendencia a la victoria del candidato, Salvador Nasralla, que aventajaba en casi 5 puntos a su adversario, e incluso un magistrado del Tribunal Supremo Electoral, Ramiro Lobo, había declarado esa tendencia como irreversible. En una primera declaración, la OEA manifestó que la mejor solución era un acuerdo entre los dos candidatos. Este mensaje desprestigia el concepto de democracia al no llamar la atención sobre el hecho de que unas elecciones sin garantías democráticas en el conteo electoral están invalidadas de facto. En un segundo informe, la OEA recomendó la repetición de elecciones, algo que la propia organización ratificó en el informe final al calificar de “baja calidad” el proceso electoral hondureño, tras constatar varios “eventos irregulares” en el Sistema de Transmisión de Datos (SIEDE) de las elecciones hondureñas. En cualquier caso, la declaración de la OEA no tenía efecto jurídico alguno porque Estados Unidos, a través del Departamento de Estado, reconoció el 22 de diciembre de 2017 la victoria del candidato, Juan Orlando Hernández-el hombre de Estados Unidos en Honduras-, en las elecciones. Observadores de la Unión Europea denunciaron graves irregularidades antes, durante y después de la votación. Amnistía Internacional también se pronunció en contra del toque de queda que se declaró en el país durante varios días tras los comicios.

        Honduras recibió en 2017 más de 17 millones de dólares procedentes de Estados Unidos en ayudas destinadas a un cuerpo paramilitar, la Policía Militar, un grupo formado en 2013 por Juan Orlando Hernández, actual presidente del país. Este cuerpo no forma parte del ejército ni de la Policía Nacional, se dedica a operaciones civiles y el sueldo de sus miembros es mucho más alto que el de la Policía Nacional que, además, está peor equipada. El propio presidente Hernández admitió en 2015 que durante su campaña de 2013 recibió fondos de empresas vinculadas al peor escándalo de corrupción de los últimos veinte años: el desfalco de más de 200 millones de dólares del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS). Fiscales federales de EE. UU. han presentado cargos en Nueva York en contra de varios oficiales de policía del país y han reunido pruebas de que el expresidente, Porfirio Lobo, que accedió al poder tras el golpe de Estado que acabó con el mandato democrático de Manuel Zelaya, aceptó sobornos con el fin de proteger a narcotraficantes. La privilegiada relación que el país mantiene con Estados Unidos, que incluye la ayuda económica, es la clave para entender el trato que Honduras recibe de parte del gigante norteamericano. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, durante las protestas de 2017 fallecieron al menos 20 personas en enfrentamientos entre policía y manifestantes, en la crisis más grave desde el golpe de Estado contra el presidente electo, Manuel Zelaya, en 2009.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.