Paseábamos aquella hermosa tarde de julio del año 2003 por el casco antiguo de la ciudad brasileña de Recife, y en su aroma húmedo y especiado encontrábamos una de las varias peculiaridades que nos hacían sentirnos extraños y ajenos a ese mundo. Éramos extranjeros, pero no por nuestro color de piel ni nuestra forma de vestir, sino porque nosotros mismos no reconocíamos como iguales las expresiones de los rostros que por su increíble exotismo creíamos ver por vez primera.

Hay algo de fatalismo y de crueldad en el destino del ser humano, como si tan solo fuéramos polvo esparcido por el viento, una pequeña embarcación mecida y finalmente ahogada por los mares, o apenas una mariposa encerrada en las manos de un niño. En ocasiones, el suelo se inclina bajo nuestros pies y todo lo que caiga se irá rodando hacia abajo, como si no pudiera ser de otro modo, como si no hubiera techo bajo el que cobijarse ante la desgracia. Tal es en algunos momentos el desamparo del hombre. Las experiencias dejan en nuestra alma una huella tan intensa que pasamos entonces a considerarlas como parte de nuestro destino, como si no hubiera habido forma de esquivar el caprichoso veredicto de las deidades. El grito sordo del dolor más intenso y desgarrador que hayamos escuchado jamás apenas será un murmullo entonces en los oídos de Dios, que ni siquiera despertará de su sueño eterno ante nuestro llanto. A veces, nos dormimos un instante, tan solo un instante, y al despertar descubrimos con asombro que la hermosa tierra prometida se ha convertido en un erial inhóspito, y donde había arroyos y hermosas praderas sólo reinan ya los sequedales.

El ser humano halla reposo en la idea de los dioses para negarse a ser el capitán de su alma y el señor de su destino, pero Flaubert decía: “Hubo un momento único, de Cicerón a Marco Aurelio, en que los dioses no estaban ya y Jesucristo aún no había llegado y en ese tiempo el hombre estuvo solo”. Todo en lo cotidiano nos recuerda que somos humanos y, pese a nuestras fantasías, que estamos hechos de barro que fácilmente se deshace al calor del dolor. Ningún artificio puede enmascarar esa realidad y hasta quien sostiene la espada de la peor inquisición sueña a veces con la bondad, la justicia y el amor fraterno hacia sus semejantes, y ese sueño le hace igual a los congéneres a los que desprecia y persigue, porque nada hay sobre la tierra, ni siquiera el grito más iracundo de los peores dioses de los que hayamos oído hablar, que pueda despojarnos de nuestra condición humana, heroica y grandiosa.

Nada de esta trascendencia impregnaba mi alma en aquel tiempo, los días oscuros habían quedado atrás y la jovialidad dirigía mis pasos en el curso de mis viajes por el norte de Brasil que―parafraseando al inmortal Vinicius de Morais― “Si bien no fueron eternos, sí fueron infinitos mientras duraron”. Recife es la única ciudad del inmenso Nordeste cuyo casco antiguo imita a Europa sin que la falta de riqueza y de medios hubiera convertido en esbozo aquel intento. Caminábamos en las horas extrañas y evanescentes que convierten la tarde en ocaso en las ciudades tropicales y acompañábamos al viento al adentrarnos en la parte antigua de la ciudad. Como gigantes hercúleos en su majestuosidad, las inmensas moles de los edificios oficiales se mostraban con arrogancia como tratando de explicar qué fue lo que truncó tanta prosperidad como esa opulencia prometía. Nos olvidamos de que existió un primer Brasil que fue un sueño de igualdad y libertad violentamente cercenado por la irrefrenable codicia de sus primeros sátrapas y oligarcas. A cualquier lugar donde llevábamos la mirada nos sorprendíamos no sólo ante los elegantes palacios, sino ante sus espléndidos jardines y árboles centenarios. Todos los edificios formaban parte de la administración de la prefectura recifeña o del estado de Pernambuco. Impresionados, dejamos atrás el área monumental de la ciudad para adentrarnos en las calles cercanas a la zona portuaria, donde encontramos las sencillas y hermosas edificaciones comunes en tantos lugares coloniales de América del Sur: pequeñas casas de entre una y dos plantas casi exentas de arte en sus fachadas exteriores y pintadas de vivos colores, inimaginables para el alma europea, tan melancólica como rigurosa y grave.

Fue entonces cuando ocurrió: comenzó como un sonido sordo que con dificultad se escuchaba en la distancia. Tras un instante paralizados, empezamos a caminar hacia ese inaudible gemido que pronto se tornó más nítido hasta convertirse en estruendo. Siguiendo las rítmicas notas atravesamos una amplia avenida que desembocó en una calle ancha cuya carretera se hallaba ocupada por unos cien jóvenes de ambos sexos. Al menos veinte de ellos sostenían en sus manos un instrumento que imaginé diseñado por los primeros africanos que poblaron esta ciudad fundada por los holandeses. Se trataba de una esfera de madera algo menor que un balón de fútbol, envuelta a su vez en una red formada por una suerte de pequeñas borlas que al agitarse producía un ruido similar al de las maracas. Pero lo que realmente poseía un efecto hechizante, envolvente y arrebatador era el sonido de los tambores que portaban el resto de los jóvenes. Los dos instrumentos entraban en sincronía al armónico compás que con maestría un joven negro extremadamente delgado y de escasa estatura marcaba con un silbato. Permanecimos en aquel lugar más de una hora y, de no ser por el final del ensayo, hubiéramos estado absortos tal vez durante mucho más tiempo, que perdería así su carácter cartesiano para no ser ya una unidad de medida sino parte del único flujo―imborrable ya en mis recuerdos―en que la maravillosa tarde se había convertido.

Hay instantes que merecen la eternidad y en cierta forma la logran, entrando para siempre en el indeleble sueño de nuestra memoria, pero tampoco esa coagulación del tiempo está en nuestra mano y nos recuerda nuestra fragilidad tan evidente como profunda y desgarradora. Había algo de extraño, intemporal, poderoso y eterno en los tambores del maracatú (1): tan natural y anhelado como el reencuentro de una madre y su hijo, como una bella melodía que nos eleva y transporta al frenesí de una danza ancestral que nos arrastra de un modo arrebatador e inevitable. Tal vez así y de un modo tan intenso el fascinante influjo de los sonidos invocaba en nuestro interior a nuestra madre África, donde el hombre creó y escuchó por vez primera las músicas que habrían de adornar sus primeros rituales en ese tiempo sagrado en que hombre y Tierra eran el mismo ser y el pálpito de la naturaleza, aún intacta, encontraba eco y respuesta en nuestras almas, y a fe que respondíamos a esa llamada. En nuestra estúpida arrogancia nos olvidamos, sí, nos olvidamos de que existió un primer hombre, guardián del fuego original, primer centinela de las estrellas, un primer llanto, una primera música, por primaria y rudimentaria que fuera, un primer ser abatido por la violencia, un primer temor, un primer consuelo, una primera lágrima, un primer sueño de amor.

En una de las primeras filas de la formación musical, se hallaba sosteniendo un tambor una joven mujer de raza negra, de voluptuoso cuerpo y ojos profundos como una fosa abisal. Su mirar era tan intenso, implacable y abrumador que parecía contener en sí la inmensa fuerza y la serena majestuosidad de toda su raza, y era imposible enfrentarse a su rostro sosteniendo esa mirada sin admitir en instantes la derrota. Era uno de aquellos seres cuya hermosura parece rebasarse a sí misma convirtiéndose en un exceso que nos agita. En su belleza volcánica y salvaje concentré todos mis deseos y ansias en aquella tarde que llorando se despedía deseando ser venerada como noche. Dios ha escrito el misterio y la fuerza de la vida que se abre paso a borbotones de alegría en la sangre negra, rindiendo así tributo a la primera de todas las razas que fueron creadas.

Una noche cerrarás los ojos, al amanecer comenzará el día más importante de tu vida y nadie te habrá avisado, y al despertar habrán tornado a ti los días felices. De nuevo los valles ¡tan hermosos! Ocuparán los lugares usurpados por los desiertos y no habrá ángeles ni trompetas que anuncien el comienzo de la nueva dicha, pero tal vez estén allí los tambores de algún maracatú con otro nombre u otras formas, quizás convertidos en una voz familiar, entrañable y cálida para recordarte que, por fortuna, en algunas ocasiones, como decía el poeta: “El mundo sea sólo mundo y nada más que eso”.

Eduardo Luis Junquera Cubiles.

(1) Ritmo tradicional del nordeste de Brasil.